Por amor al arte

Hitler ensayando frente al espejo.
Hitler ensayando su puesta en escena frente al espejo.
Me sentí muy decepcionado cuando, por segunda vez, me negaron el ingreso en la academia austriaca de Bellas Artes. Desde siempre había soñado con llegar a ser un gran pintor, al estilo de Vermeer o Arnold Böcklin. Pero para aquellos vejestorios de la academia, al parecer, mis pinturas no eran lo suficientemente buenas. Ni tan buenas ni tan malas; yo sólo quería completar mi formación pictórica, y ellos impidieron que alcanzase mi sueño.

Estaba tan desolado... Creo que me hubiera quitado la vida, de no ser porque soy una persona de carácter. No estaba dispuesto, sobre todo, a ser un esclavo más del sistema. Quiero decir, que por nada del mundo quería convertirme en el triste y gris funcionario de aduanas que fue mi padre, siempre obedeciendo órdenes, o en un obrero de la construcción, ni tampoco en un vulgar dependiente. Me negaba a tener que soportar, sin rechistar, las insolencias de cualquier jefecillo sabihondo con ínfulas de súper hombre. Como cualquier artista, yo sólo quería expresar, con total libertad y sin límites, los sentimientos que me revolvían las entrañas.

Me eché a las calles de Viena, para buscarme la vida por mi cuenta. Intenté vivir de mis cuadros. Pero los vieneses son poco dados al entusiasmo, y muy pocos supieron apreciar mi arte. En fin, una ruina. En ocasiones no comía nada en todo el día. Pero pese a que mi vida bohemia de artista no estaba resultando fácil, no entraba entre mis planes claudicar.

La Providencia vino a proporcionarme, con el estallido de la Gran Guerra, esa oportunidad que bien merecía. Intuí entonces, como así resultó ser, que todo conflicto armado revierte el estado de las cosas. Si lograba acreditar méritos suficientes en tal o cual batalla, si es que no me mataban o me quedaba ciego o paralítico, tal vez mi fortuna podría cambiar de signo. Así que, sin dudar, me alisté como voluntario en las filas del ejército alemán.

Cómo son las cosas...: me quedé ciego. Quién me lo iba a decir a decir, al comienzo de la guerra... La desgracia aconteció tras un ataque con gas venenoso. Por si no me bastara con perder la visión, al poco de quedar impedido nuestros líderes, cobardes todos ellos, se rindieran al bando Aliado. Aquello fue, sin lugar a dudas, no solo un revés para mis intereses, sino toda una traición para Alemania.

Así que ciego y vencido me vi, nada más acabar la guerra. Pero desde mi propia ceguera vislumbré una nueva perspectiva, que devino en un cambio de rumbo en mi vida. Ocurrió todo al preguntarme cómo podría yo, ahora que era ciego, continuar con mi vocación de artista. Ya no volvería a ver la luz ni el color, ni los bosques densos de la Selva Negra, o el reflejo de sus árboles en los lagos profundos y oscuros. En ese momento decidí que quería ser actor, y que el nuevo imperio germánico, o lo que estaba por surgir tras la guerra, sería mi escenario. Y por qué no, el pueblo alemán, y los de Europa misma, me servirían de extras, toda esa gran cantidad que necesitaba para mi gran comedia. O más bien, para mi colosal tragedia; desde luego, mi intención era pergeñar una majestuosa epopeya al estilo de los antiguos clásicos griegos. Me aferré a la irrebatible idea de que a todo el mundo sobrecogería la interpretación de un actor ciego. Aunque nunca ha sido ése mi caso, los desvalidos, no cabe duda, enternecen siempre a la gente de carácter voluble y más melindroso...

En resumidas cuentas: la Providencia volvía a ser mi aliada. Y más que lo fue cuando, para mi sorpresa, poco a poco empecé a recuperar la vista. Había que cambiar de estrategia, pues dejaba atrás mi estado de inservible ciego... No me faltaba la misma férrea voluntad para encumbrarme, al precio que fuera, como el más excelso de los actores. Sólo debía pergeñar un libreto que estuviera a mi altura, y que lograse seducir al docto y estricto público alemán. Me di a los ensayos con férrea disciplina, a la espera de que se me ocurrieran un par de ideas geniales.

Y debió ser, una vez más, la Providencia, quien acudió a mi rescate. La guerra, y las leoninas condiciones impuestas tras la rendición, habían dejado a Alemania en una situación de penuria económica más que lamentable. La inflación se disparaba por horas: una carretilla repleta de billetes que te pagasen por la mañana, no bastaban por la tarde ni para comprar una sola barra de pan. El Tratado de Versalles nos había jodido bien los a los alemanes, y condenado a pasar frío y mucha hambre. Por si fuera poco, los comunistas aprovechaban la calamitosa situación para azuzar a la gente con sus cuentos redentores de siempre, prometiéndonos el Paraíso soñado no allá en las alturas, sino acá, en la ponzoñosa Tierra. Y, por supuesto, administrado por ellos... Lo que más me jodía de los comunistas no eran sus promesas entusiastas, sino que cuestionaran la idea del arte por el arte. Venían a decir, que los artistas debíamos estar siempre al servicio del pueblo. ¡Qué cojones!: pretendían que tratara de rameras a mis adoradas musas. Por nada del mundo estaba yo dispuesto a supeditar mi inspiración a la conveniencia y satisfacción del populacho; más bien, opinaba todo lo contrario. Igual que en una corrida de toros la vida del animal queda subordinada al arte del torero, de igual forma, no cabían los pretextos para mi creación artística. Sinceramente, no me iban a doler prendas ni aun por el más sanguinario de los sacrificios, el de Alemania o la humanidad entera, si eso convenía a mi expresión artística. Para mí, el arte estaba por encima de todo.

Pero claro: no podía ir tan de frente, y contarle al pueblo cada detalle de mis planes, más que nada, porque cabía la posibilidad de que ellos acabaran siendo parte de mi propio libreto. Necesitaba una excusa que los atrapara sin que se dieran cuenta de mis intenciones. Por fortuna, encontré la excusa de los judíos, siempre tan a mano desde inmemoriales tiempos, si uno anda buscando cualquier coartada. Si, por añadidura, los tachaba de confabular en compañía de los marxistas, por el mismo precio solucionaría también, de paso, el problema «conceptual» que me traía con los comunistas.

No era poca la gente que detestaba a los judíos en Alemania, incluso en toda Europa. Suele suceder cuando alguien destaca: que todo el mundo le tiene envidia. Y los judíos, vaya si destacaban: parecía que las cosas no les iban del todo mal, pese a la mala situación económica que atravesaba medio mundo...

Me encerré en el cuartucho alquilado en que vivía y escribí un monólogo, poniendo toda la pólvora en el argumento de que los judíos eran los principales culpables de todos los males que el glorioso pueblo alemán estaba padeciendo: que si en connivencia con los comunistas nos habían vendido al enemigo, y otras cuantas invenciones nada novedosas, pero que, en mi monólogo, yo aderezaba con grandes dosis de exaltación nacional y una vehemente interpretación. En el mismo cuartucho inmundo ensayé, una y mil veces, el monólogo delante de un espejo. Cuando consideré que lo tenía más que afinado salí al exterior, a interpretarlo.

Tuve mucho éxito, sobre todo en algunos bares y cervecerías de Baviera. Pero me sentía frustrado, porque, la mayoría de las veces, sólo conseguía actuar en garitos de poco aforo y medio pelo. Mi éxito estaba quedando relegado a un público ciertamente marginal y reducido. A ese paso no iba a llegar a ninguna parte, y yo quería comerme el mundo, sin metáforas.

Se me ocurrió hacer un poco de ruido antes de mis actuaciones, a modo de publicidad y promoción. Convencí a algunos de mi admiradores para que rompieran unos cuantos cristales, escaparates de tiendas judías, vamos, o, ya de paso, que abrieran la cabeza a algún judío o comunista. La nueva estrategia pareció funcionar. Envalentonado, incité a mis seguidores a que diésemos un golpe de Estado. Reconozco ahora que aquello fue una ida de olla, todavía éramos unos desconocidos para el gran público. La policía no tardó en pararnos los pies. Acabé en la cárcel, junto a los principales de mis seguidores.

Por qué no decirlo: una vez más, aquel encierro forzoso fue un nuevo regalo que me tenía reservado la Providencia. Fueron cinco años dentro de una celda, en los que tuve tiempo de sobra para replanteármelo todo, y escribir un nuevo libreto para mi función, el que constituiría mi obra definitiva. Durante mi confinamiento, yo le iba dictando a uno de mis más fervientes admiradores, Rudolf Hess, todo lo que se me iba pasando por la cabeza, y él lo recomponía en bonito con su máquina de escribir. Se me ocurrió, entre otras cosas, que por qué me tenía que limitar a ser un simple actor de monólogos: si quería llegar a trascender más allá de mi muerte, tal y como había soñado desde siempre, debía ser el protagonista de la más grandiosa puesta en escena de todos los tiempos. Debía conseguir, durante cada uno de los días y noches que me quedaban por vivir, que Alemania entera se desempeñara como una gran performance acerca de la vida y la muerte, interpretada por cuantos ciudadanos de todas las partes del mundo fuera posible. Vi también la necesidad de formar un partido, con lo que yo odio la política. Vi claro que aquella era la mejor manera de conseguir que el Estado pusiera todos sus recursos al servicio de la obra teatral que estaba planeando. A aquel libreto épico y desgarrador, sólo a la altura de las excelsas óperas de Wagner, le puse por título Mein Kampf.

Al salir de la cárcel mi obra tuvo una gran aceptación. Fue un completo éxito, vamos. En unos pocos años cautivé, con mi buen hacer sobre el escenario, a toda la nación. Me erigí en el líder de Alemana, y establecí un régimen al que me dio por llamar el Tercer Reich. Conté para ello con la inestimable colaboración de los camaradas del Partido Nazi, el partido político que me vi obligado a fundar. Yo interpretaba mis monólogos por acá y por allá, y todo el mundo me aplaudía. Iba de ovación en ovación, llenando teatros, auditorios, incluso estadios deportivos que se quedaban enanos para tanto incondicional.

Pero en en el fondo, yo sabía que había gente a la que mi espectáculo no acababa de convencerle. Disidentes, vaya, para los que tuve que concebir mil maneras de acallarlos. Una vez soterrada toda opinión discrepante, la nación entera se puso manos a la obra. Para que mi descomunal y definitiva tragedia fuera posible, debíamos acaparar, por las buenas o a la fuerza, cuanto decorado, financiación o material hiciera falta. «Que el espectáculo jamás se detenga», era el lema que me había propuesto...

Y como quien no quiere la cosa, se sucedió una nueva guerra mundial, con sus consecuentes alianzas y victorias. Tras mi presentación en París, sobrevinieron las envidias, los intentos de acabar con mi vida, los bombardeos indiscriminados de la población civil, o los campos de concentración. Maneras grandiosas y de lo más original, para continuar con un espectáculo brutal y sin límites. Ni bien nos empezábamos ya a creer semidiososes de la interpretación, narcotizados de tanto éxito, cuando nos sobrevino la inesperada caída del telón.

Y es ahora, sólo en este reciente momento, cuando puedo contemplar el panorama desde una perspectiva más completa: todo ha sucedido tan rápido... El ascenso, y este ocaso desteñido que nos sobreviene, tan vertiginoso como la guerra relámpago con la que solíamos apabullar a los espectadores más reticentes...

De que he sido la envidia de cada uno de mis rivales no me cabe la menor duda... Si acaso, sólo me ha hecho algo de sombra ese gordo bigotudo de Stalin, con sus sobredimendionadas puestas en escena. Mero decorado lo suyo, el de ese hijueputa cabrón... Mas sus parcas actuaciones, tan inexpresivas, no serán, en el futuro, materia de estudio en ninguna escuela de interpretación. No lo serán tanto, creo yo, como lo serán las mías...

En estas mis postreras horas, hasta los generales en quienes tanto confiaba osan cuestionar mis órdenes, argumentando, en el frente ruso, la inexistencia de nuestros ejércitos. ¡Imbéciles, todos ellos!... Como si tuvieran importancia un puñado de hombres de más o de menos, por aquí o por allá, e incluso la realidad misma, en esta obra imaginaria y desmesurada que hemos venido representando en los últimos tiempos... ¡Limítenense, carajo, a interpretar su papel, y déjenme a mí la dirección de esta excelsa obra, actores de pacotilla!

No puedo soportar tanta ignominia... Desde luego, que no daré el gusto de profanar mi cadáver, a las hordas de ese bruto y bien cebado georgiano. Ya he dado la orden, a mis asistentes, para que, en cuanto me descerraje el tiro de gracia prendan fuego a mi cuerpo, y al de mi querida Eva, actriz y compañera principal en esta tragedia. Estoy seguro de que, cual fénix, resurgiré de alguna manera de entre mis cenizas, para ser por siempre recordado, como el más excelso de los actores. Quedarán, para ofrecer testimonio, los montones de fotografías que me han tomado en vida, y, sobre todo, las preciosas películas que, de mis puestas en escena, filmaron Leni Riefensthal y otros tantos directores que ni ya recuerdo ahora... Ahí podréis comprobar, oh, generaciones venideras, que mis afirmaciones no son exageradas. Habéis de saber que ningún otro actor, salido de la nada, logró embaucar a todo un imperio, ni poner al mundo entero tan patas arriba. Es más: el mundo, ha sido mi único escenario posible. Como intérprete, me atrevo a afirmar, que ni tuve ni seguramente tendré rival. Y que os quede bien clarito, para que no me juzguéis tan a la ligera: si alguna vez me propasé en mis intenciones, todo lo hice por amor al arte...

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