Para una vez que venía a visitarnos

Paisaje semidesértico cerca de Guadix (Granada), tomado desde el tren
Paisaje desde el tren, cerca de Guadix (Granada),
por veteporlasombra
Hubiera preferido no mirarlo y que me bastase, para recordarlo el resto de mis días, la imagen idealizada que retenía de él desde mi infancia. La curiosidad ha resultado ser toda una fatalidad; tras tantos años sin verlo, treinta y cinco exactamente, no he podido evitar echar una mirada a ese rostro fofo y vencido, a ese cuerpo que reposa dentro de un ataúd; quién sabe si su espíritu andará ya deambulando por alguna otra dimensión, para toda una eternidad. Ese ser yacente y decrépito no es mi padre, no al menos el que guardaba en mi memoria.

Los recuerdos de mi padre se remontan a un momento concreto, supongo que de mediados de junio. Digo supongo porque los días eran cada vez más calurosos, y se prolongaban hasta unos atardeceres de brisas acariciadoras y cielos de un naranja somnoliento. Yo debía tener tres o cuatro años, y mi hermano Roberto (Beto para todos) uno más. Cuando el sol caía y el calor dejaba de apretar, mamá nos llevaba hasta una escalinata junto a la parada de autobuses; en uno de ellos debía regresar papá del trabajo, así que nos llevábamos una pequeña decepción cuando, bus tras bus, no lo veíamos aparecer. Para matar el tiempo y distraer la impaciencia, Beto y yo correteábamos de abajo arriba y de arriba abajo por las escaleras, mientras mamá, sentada en uno de los escalones, con la mirada perdida en el contraluz de antenas y azoteas descascarilladas que conformaba el horizonte, se limitaba a reclamarnos, muy de vez en cuando, que tuviéramos cuidado con no tropezarnos. «Vais a ver como al final os caéis por las escaleras», auguraba con desgana. Aquel reclamo desilusionado de mamá resuena en mi memoria, después de tantos años, como la voz, sorda y monótona, de un almuecín desapasionado, llamando a los fieles a la oración con enorme tedio...

Papá por fin llegó, en uno de esos tantos autobuses que hacían alto en la parada. Corrimos a abrazarlo; recuerdo que nos alzó a la par, a mi hermano y a mí, y nos hizo cosquillas. No me cabe en la cabeza que el hombre que reposa ahora dentro del ataúd, tras la vitrina refrigerada, sea el mismo que el gigante alegre y robusto que nos alzaba sin aparente esfuerzo. Mamá se levantó de las escaleras con movimiento ralentizado y expresión lánguida —su mirada debía seguir prendida del horizonte crepuscular— y regresamos a casa, para cenar.

No me acuerdo de ningún detalle de la cena. Nos fuimos a dormir, ni más ni menos tarde que de costumbre; aún no nos habían dado vacaciones en la escuela de párvulos, y al día siguiente teníamos que madrugar. En mitad de la noche me desvelaron unos gritos. Eran papá y mamá, que discutían por alguna razón. «¡Te falta un tornillo!», o una expresión de semejante significado sentí que decía mamá. No tardó en atraparme de nuevo el sueño, plácido y sin más sobresaltos.

Al día siguiente, mamá nos despertó y nos llevó a la escuela. Después del recreo la profesora nos llamó por nuestros nombres y dos apellidos, a mi hermano y a mí; ambos estábamos en el mismo aula. «Recoged vuestras cosas; vuestro padre ha venido a buscaros», nos dijo. Recogí los lápices de colores y el cuaderno, y los guardé en mi cartera de cuero. Beto y yo salimos por la puerta del aula. Allí estaba papá, al final del pasillo, hablando con la directora. Papá volteó la cabeza y nos sonrió, con aquella sonrisa suya tan exagerada, tan cómica. Mi hermano y yo mismo corrimos por todo el pasillo a su encuentro.

—¡Hoy y mañana no hay colegio; nos vamos de vacaciones!— nos comunicó papá alegremente.

Poco después tomamos un autobús hasta la estación de tren. «¿Y mamá?», preguntamos. «Mamá no ha querido venir —respondió papá—.  Ella se lo pierde».

No retengo bien los detalles del viaje en aquel tren de segunda categoría, pues el sopor del traqueteo me noqueó a la primera oportunidad. Sí recuerdo, como si fuera parte del mismo sueño que me había doblegado, los paisajes agrestes salpicados de matojos y algún árbol solitario en medio de la nada, tal vez una oliva o encina, pasando difuminadamente a través del amplio ventanal. Quizá aquellas vistas en movimiento no sean más que imágenes archirrepetidas en mi retina, a lo largo de los tantos viajes que, desde entonces, he realizado, en coche o en tren, por la geografía española.

Ni mi hermano ni yo hemos sabido nunca el lugar a dónde nos llevó el tren. Sólo nos queda la certeza de que era una ciudad con mar. Eso fue lo primero que hicimos: ir a la playa. Me sobrecogió la extensa dimensión de aquella lámina de agua que ondulaba en relativa calma; era la primera vez que Beto y yo respirábamos el olor a sal, que contemplábamos el vaivén de olas y escuchábamos su murmullo. Mi padre nos colocó unos bañadores que llevaba dentro de un pequeño macuto, y nos pegamos un remojón. Fue divertido y a la par desagradable, que las olas nos voltearan como a peleles, y tragar agua salada, y tiritar por el agua aún un poco fría. Después de bañarnos fuimos en busca de un chiringuito, para comer un bocadillo.

Rumiamos la siesta bajo un sombrajo, creo que en alguna parte del paseo marítimo. Tras desperezarnos volvimos a la playa. Entre juegos estuvimos recorriéndonla de una a otra punta, dejando nuestras efímeras huellas a lo largo de la orilla. Hasta que papá miró su reloj de pulsera —recuerdo que era sumergible y de acero inoxidable— antes de decir: «Lo que vais a presenciar en un momento no lo olvidaréis en la vida». Bien cierto es que, lo que ocurrió a continuación, cada detalle, y, por asociación, cada circunstancia de aquel viaje, se imprimió para siempre en nuestras memorias, en la de mi hermano y en la mía.

Tomamos asiento en la arena, frente a las apacibles olas. Papá sacó de la mochila un cristal oscurecido, y, por turnos, contemplamos, a través de él, el sol. Aunque empezaba a caer sobre el horizonte, aún ofrecía el sol toda su refulgente viveza. Poco a poco, muy despacio, fue apagándose su luz, y eso que aún le faltaba un buen trecho para que cayera sobre el horizonte. Parecía que le hubieran dado un mordisco, al disco solar. Una palmera cercana arrojaba sombras peculiares sobre la arena, como escamas de pez. El bocado se fue comiendo cada vez más al sol, hasta dejarlo reducido a un pedacito de luna. Una luna que entreveraba sus tonos anaranjados con las sombras de una noche enrarecida. De nuevo, a la pausada velocidad en que todo se había vuelto oscuro y ocre, el sol reapareció, y lució el día. Y, al poco, la puesta de sol. Regresaron los tonos naranjas. Cuando el sol cayó por fin, más allá del horizonte, se hizo la noche total. Una secuencia de despacioso vértigo, aquel vaivén de días y noches, de sombras, naranjas y luces, en tan breve intervalo de tiempo...

Papá nos explicó que, justo antes de que se pusiera el sol, acabábamos de presenciar un eclipse solar, baile peculiar que, muy de cuando en cuando, nos ofrecía el astro rey a los pobladores del planeta Tierra. Entonces Beto y yo no entendimos demasiado bien a qué se refería papá. Añadió papá que, probablemente, no volveríamos a contemplar aquel fenómeno en nuestras vidas, y que por eso nos había traído hasta aquel mirador privilegiado de la costa, pues las vistas merecían la pena. Para una vez que el eclipse venía a visitarnos, no íbamos a faltar a la cita...

Papá se empeñó en que pasásemos la noche al raso, sobre la arena de la playa. Tal vez fue un presagio de los días atribulados que estaban por llegar, que aquella noche no me fuera grata: sólo recuerdo el mal dormir y la mucha incomodidad, por el frío húmedo. Por la mañana regresamos a la estación y cogimos un tren de vuelta.

Al entrar en casa mamá nos recibió con expresión furibunda. Le gritó mucho a papá. Discutieron tan fuerte, que Beto y yo nos echamos a temblar, de puro pánico. No fue la última vez que les vimos pelear duro. A las pocas semanas papá desapareció de casa, y no lo volvimos a ver más.

Ya de adultos, mi madre nos confesó que a mi padre lo despidieron fulminantemente por aquel par de días libres que, por su cuenta, decidió tomarse en el trabajo, para llevarnos a la playa. Se había empeñado, mi padre, en que viajásemos toda la familia para contemplar, desde unas vistas insuperables, el eclipse de sol. Pidió un anticipo de sus vacaciones, pero como no le concedieron ese par de días necesarios tiró por la calle de en medio. Mi madre tildó aquella actitud de irresponsable y, contrariada, no quiso viajar con nosotros. A los pocos días de ser despedido, un conocido le ofreció a mi padre un excelente puesto de trabajo, pero en la lejana Venezuela. Tampoco mi madre quiso acompañarlo esta vez. La enorme distancia, las desavenencias con mi madre, y una nueva esposa e hijos allá en las Américas, terminaron alejándolo definitivamente de nuestras vidas. Tras la jubilación, y más por su carácter indómito que por el estado caótico de la situación en Venezuela —su mujer venezolana me acaba de contar, aquí en el tanatorio, que mi padre tuvo más de un encontronazo con algún caudillo del tres al cuarto del régimen bolivariano—, decidió retornar a España, acompañado de su segunda esposa. Pero ya era demasiado tarde para la familia que dejó aquí...

Tanto viaje hasta la otra punta del mundo, para volver al mismo sitio del que partió un remoto día, y dar a parar al mismo agujero en el que acabaremos todos. O, más bien, arderá en breve el cuerpo de mi padre en el crematorio, y de él no quedarán más que cenizas. Mas su recuerdo quedará unido, en la memoria de mi hermano y en la mía, inevitablemente a aquel momento excepcional del eclipse solar. En nosotros permanecerá papá, si no para siempre, sí al menos mientras tengamos la oportunidad de contemplar un ocaso más, al final de cada uno de nuestros días...

Comentarios

  1. Genial. Un placer leerte. Preciosa la escena del eclipse. Un abrazo Miguel.

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    1. Muchas gracias Loles. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo para ti también.

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  2. Respuestas
    1. Gracias. Supongo que serás del cole, seguramente Ramírez. Un abrazo, compañero ;)

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    2. Soy Vicen tío, pero no sé por qué sale como JO. Jope

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    3. Casi acierto, je, je. Pues saldrá JO porque así tendrás configurado tu nombre de perfil, digo yo :) Un saludo, y gracias por pasarte por aquí y dejar tu comentario.

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