La selva

Árboles en la selva amazónica
Foto por Avery

Había tenido noticias de aquella selva a través de la pantalla de su fiel amigo el televisor de casa, en alguno de los documentales que tanto sueño le daban después de comer. La salvaje espesura, vista in situ y desde fuera, no es que llamara demasiado su atención, pero, dada su tendencia a la misantropía, no pudo resistirse a perderse entre la exuberancia de helechos y lianas que caían de los árboles como en las películas de Tarzán. Quería alejarse del grupo de turistas que, como él, habían llegado en avioneta hasta aquel lugar alejado de todo, y, por más que el guía turístico les advirtió, bien clarito, que no se les ocurriera ir más allá de las cuatro piedras milenarias que habían venido a visitar, decidió adentrarse entre la densa vegetación. El mismo guía les había contado el relato acerca de una pareja de recién casados que desapareció para siempre en aquel boscaje amazónico, territorio habitado por peligrosos felinos, serpientes y arañas de lo más venenosas, e incluso por alguna tribu antropófaga, según afirmaban las crónicas más sensacionalistas. Pero no hizo caso del guía ni de ninguna de esas historias tremebundas que, entre sueños, había visto por televisión. Aquellos sueños no tardaron en convertírsele en pesadilla, el sudor chorreándole por el cogote y la barbilla, la ropa rasgada de tanto enganchón con los arbustos, y, por ende, la piel cada vez más expuesta al festín de sangre de las nubes de mosquitos, mientras trataba de dar con el sendero de regreso hasta las ruinas de una civilización que, incomprensiblemente, habitó alguna vez en aquel paraje inhabitable. Tenía la sensación de estar dando vueltas en círculo, como si cada liana y conjunto de arbustos fueran parte de un decorado repetido y colocado adrede, en similar disposición, para confundirle. Mas aunque su respiración y latido se aceleraban a cada paso, sentía que, en cierta manera, le estaba mereciendo la pena aquella aventura arriesgada. Cuanto más se adentraba entre la enmarañada vegetación, más exuberante y vistoso era el paisaje que se le ofrecía, las orquídeas de todos los tamaños y colores que florecían por doquier, o las ocasionales formaciones de gemas semipreciosas que brotaban como racimos entre los helechos. Incluso le estaba resultando entretenido el desconcertante concierto de aullidos de los macacos que, desde lo alto, parecían mofarse de su ineptitud para orientarse.

Tras seis días de vagabundaje, sin que las copas de los árboles le permitiesen entrever el más mínimo retazo de cielo, con sus correspondientes noches, en las que no le cupo más remedio que dormir al raso sobre un colchón de helechos muertos, llegó a un claro en medio de la espesura. No pudo evitar un gritito de sorpresa, al contemplar la cascada que, desde muy por encima de su cabeza, se abría paso por entre unas rocas, y rompía con estruendo sobre una pequeña y mansa laguna de cristalinas aguas. No se lo pensó dos veces: se desprendió de los jirones de sus ropas y se zambulló en el agua para darse un baño regenerador, que le alivió de los picotazos de los mosquitos y de la pátina de sudor que le cubría por todo el cuerpo, como un unte sedoso y rancio.

Chapoteaba desnudo, no menos feliz que un bebé en el agua de un barreño de zinc calentado al sol, cuando se sintió observado. Entre los arbustos, algo más allá de los límites de la laguna, le pareció entrever el movimiento fugaz de una persona, tal vez de un animal. Pero no distinguía bien las formas, pues, para bañarse, se había desprovisto de sus gafas. Se incorporó a cámara lenta, y del mismo modo caminó sobre el lecho de la laguna, en busca de sus gafas. No hizo falta que las alcanzara, para comprobar, sin ningún atisbo de duda, que una expedición de cinco indios jíbaros le estaba apuntando con sus arcos y flechas. Se habían acercado con precaución hasta el montículo en que había dejado sus ropas. No obstante, aunque los tenía tan cerca que sentía sus respiraciones agitadas, se colocó las gafas para apreciarlos en detalle. Andaban tan en cueros como él, salvo que llevaban el rostro pintarrajeado, la piel embadurnada de arcilla, y unas puntas de hueso, de vete tú a saber qué animal o persona, que atravesaban de lado a lado los orificios de sus narices. De las perforaciones de sus orejas colgaban aretes de metal y otros adornos también de hueso, y sobre el cabello peinetas fabricadas con grandes hojas ovaladas.

Se vio acorralado como en los tiempos del patio del colegio, cuando uno de aquellos hombres en cueros señaló su miembro viril, mustio y del tamaño de una nuez sus testículos, e hizo un comentario que, por supuesto, él no entendió. Los otros cuatro indígenas rieron a coro. Tras aquel comentario, los cinco hombres se mostraron más relajados, bajaron sus arcos y le hicieron señas apresuradas para que caminara en pos de ellos. Ni tiempo le dieron para que recogiera sus ropas, así que, tan desnudo como ellos, los siguió a través de sendas invisibles, apenas calzado con sus botas de explorador del tres al cuarto. Hasta que por fin llegaron a un poblado de chozas fabricadas con ramas. Los pobladores lo recibieron con gran curiosidad, especialmente los niños, que por fin comprobaban que eran ciertas las historias de sus mayores, sobre los hombres de piel blanca y fina que debían siempre evitar. Tal vez por eso, porque lo encontraron demasiado crudo, aquellos indios no se lo comieron. Lo acogieron en su comunidad como quien adopta un simpático mono arborícora, y a él no le cupo más remedio que aceptar aquella hospitalidad obligatoria, pues a dónde iba a ir, sin mapa, ni brújula, ni Google Maps.

Durante siete años se malrresignó a desayunar, mañana sí y mañana también, una especie de mandioca hervida con carne de macaco o armadillo, y por las tardes, a merendar un espetón de larvas de escarabajo que los indios tostaban al fuego. Como los hombres lo consideraban un estorbo para los asuntos de exploración y caza, se quedaba todo el día ganduleando en el poblado, más o menos como en su casa, tirado en una hamaca y sin hacer nada, pero sin televisor. Por matar en algo el tiempo, se dedicó al apasionado entretenimiento de concebir una veintena de criaturas más o menos desteñidas, con la licencia de los indios varones, que veían como cosa natural que le hiciera el amor a sus mujeres, e incluso a sus hijas adolescentes menores de edad. Al menos para algo les servía, para aumentar la prole y reforzar la genética de la tribu. En lo demás, lo consideraban un inútil. Si lo mantenían con vida y no lo echaban a uno de sus potajes, era porque aplicaban, a su manera, algunos de los principios altruistas de las socialdemocracias nórdicas. Sólo tenía en su contra a una de las indias más viejas y reaccionarias, que le había cogido tirria por su actitud de parásito, motivada, tal vez, porque nunca le proporcionaba el amor gozoso y lubricado que le daba a las más jóvenes.

Un mediodía, aparecieron por el poblado dos misioneros de la Iglesia del Penúltimo Advenimiento, venidos ni más ni menos que desde Tuscaloosa, Alabama, con la intención de corregir los vicios de los indios y explicarles su versión apócrifa de la Biblia, una que, según decían, era la primera que había dictado Dios literalmente a los hombres, antes de que se arrepintiera de algunos pasajes demasiado explícitos y los eliminara. Nuestro hombre, en cuanto vio aparecer a los gringos les chapurreó, en su penoso inglés, que hicieran el favor de indicarle la senda hasta el mundo civilizado, pues estaba más que harto de los indios y de sus guisos repetidos, pero, sobre todo, de su costumbre de tirarse pedos delante unos de otros sin la menor educación, con toda la selva que tenían ahí al lado, para peerse discretamente sin atufar al prójimo. Los misioneros no sólo le indicaron, con todo lujo de detalles, el camino por donde habían llegado, sino que también le proporcionaron un GPS para que no se perdiera de nuevo entre la floresta. Temían que fuera uno de esos guerrilleros maoístas que tanta competencia les hacían con sus prédicas apasionadas, acerca de paraísos futuros regidos por humildes sabelotodos con el grado de archicomandante omnisciente, y pensaron que, si conseguían mantenerlo bien lejos de la aldea, podrían quedarse con todo el negocio de la venta a plazos, sin garantías, de la utópica y venidera felicidad.

Así fue como, tras varios años de acumular polvo sin que nadie lo encendiera, el televisor volvió a su vieja rutina de concursos, realities y telediarios. Y a la de algún que otro documental soporífero a la hora de la siesta, como ése acerca de la Amazonía, en el que un agricultor local aseguraba haber visto a una pareja de gringos arrojándose al río, todo por escapar de los dardos envenenados que una pandilla de niños desnudos les lanzaba con sus cerbatanas. Añadía el hombre, en un primer plano que amplificada sus acuosos ojos de borracho, que en aquella parte el río estaba infestado de pirañas. Y para demostrarlo, mostraba a cámara su mano derecha, a la que le faltaban tres dedos. Luego, en un plano aéreo, la cámara sobrevolaba el caudaloso río, cuyos meandros discurrían mansamente entre la apretada vegetación. Igual que una serpiente sin fin y sin prisa el río reptaba, velando, tanto por los sueños de los habitantes de la ribera, como de los televidentes que, desde sus cómodos sofás, lo veían fluir hipnótica e inexorablemente...

Comentarios

  1. "Y qué le voy a hacer/ si me gusta el buen comer./ No cambio la cocina por ningún otro placer/Pues no hay nada mejor/ que una buena cazuela/ poromponpón, Manuela!!" con su ratito de siesta arrullada por los documentales de la 2.
    Qué bueno!
    (Me bañé en el río Araguaia, llenito de pirañas y yacarés. Los indígenas saben dónde puedes bañarte. Aún así hay que tener cuidado de no pisar una raya. Te clavan la cola como si fuera un aguijón gigante.)
    Me he reído con el detalle de las gafas.
    Un abrazo Miguel

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    Respuestas
    1. Qué mezcla en tu comentario...

      Vaya, yo, buscando un nombre para el río amazónico al que se lanzan los gringos, sonoramente indígena, eso sí, y tú te bañaste en uno que suena muy bien: Araguaia. O sea, que, sin saberlo, casi el personaje del relato eras tú. Ahora simplemente contemplas los ríos amazónicos por televisión. Vamos, como yo y casi todo el mundo. Me alegra que salieras indemne de tu baño con las pirañas. Un abrazo, Loles.

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    2. Sí, lo mejor fue que me tiré sin querer con las gafas puestas y me las encontraron! Lo conté en un cuento, que como podrás imaginar gran parte fue eso, cuento. ( https://sanjuandevillanaranja.blogspot.com/2017/08/el-gran-manu.html)

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    3. El Tapirapé es un brazo del Araguaia, donde se asientan los tapirapé, indígenas de allí.

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    4. Anónimo11:32 p. m.

      Interesante, que mal de debe estar en la selva, bichos chicos y grandes. Se me hizo un poco corto. Pero distraído. Un abrazo

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    5. Bueno, mejor que se haga corto que largo. Un saludo y gracias.

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