El puente de paja

Elefantes de porcelana japonesa de Kakiemon
Elefantes de porcelana japonesa de Kakiemon

A Kazuma, edecán al servicio de Takeshi el Andrajoso, viejo samurai y señor de la guerra, le estresaba tener que resolver los asuntos de manera tan precipitada. Siempre había tratado de apaciguar el carácter impetuoso de su señor, para que se lo pensara dos veces antes de tomar cualquier decisión importante. Pero qué iba a hacer ahora, si se veía obligado a agilizar la preparación de su funeral, para que fuera enterrado con toda la dignidad que se merecía. La muerte no concede ni un segundo de más a nadie, ni siquiera a los más ricos y poderosos, así que no le cabía más remedio que resolver con premura varios asuntos a la vez.

En sus últimas voluntades, el señor de la guerra había dispuesto que a su féretro le precediera una comitiva de mil elefantes. Le cayó mal siempre a Takeshi ese apodo suyo de el Andrajoso, por el que le conocía todo el mundo. Eso sí, una vez que se encumbró como señor de la guerra, nadie osó llamarle así, por la cuenta que le traía. Ni la fama, ni todas las riquezas que, saqueo tras saqueo, amasó en las más de cien batallas que disputó, lograron borrar ese sobrenombre que tan poca justicia le hacía. Ya retirado de los campos de batalla, durante sus horas de siesta recreaba para él otros apodos que, en su imaginación, le encajaban de manera perfecta. Sus preferidos eran el Intrépido el Batallador, aunque casi se hubiera conformado con uno más simple, como el Austero u otro similar. Sin duda lo de el Austero era una mejor opción que la de pasar a la posteridad como el hombre pobre y desarrapado que fue en sus comienzos, antes de que se alistara en el ejército del emperador, con la esperanza de alcanzar gloria y fortuna. Al menos, la austeridad es una opción de vida, no una condición impuesta por la necesidad. Pero no le correspondió nunca a Takeshi lo de acuñar su apodo, sino a quienes lo acompañaron o sufrieron. Estimó el anciano samurai que, si tras su muerte conseguía impresionar a sus súbditos, tal vez lograría cautivarlos, para que le asignaran otro sobrenombre más amable. Por eso todo ese afán suyo de que su funeral estuviera encabezado por un millar de elefantes, traídos, si era necesario, desde más allá del mar del Japón. Había dispuesto el señor de la guerra, además, que tras sus exequias los elefantes fueran entregados a los campesinos que cultivaban sus tierras, para que les facilitaran las penosas labores de labranza y cosecha. Confiaba en despertar tanta admiración como simpatía entre sus súbditos, con lo que raro sería que quisieran seguir recordándolo como el Andrajoso.

Había tenido el señor de la guerra noticias de la existencia de los elefantes, por primera vez, cuando los vio representados en unas figuras de porcelana. Le parecieron magníficos, como animales mitológicos, y desde entonces se le antojaron para su ambicioso funeral. ¿Pero de dónde se consiguen mil elefantes, de un día para otro? Pues Kazuma, el edecán, los había conseguido, mandándolos traer, ni más ni menos que desde la remota India. Mientras llegaban o no, el cadáver embalsamado de su señor los esperaba con toda la paciencia de quienes duermen el sueño eterno. No dormía tan tranquilo Kazuma, que no veía llegar la hora en que aparecieran. Sólo respiró aliviado, cuando tras dos meses de noches desveladas apareció, por fin, en lo alto de la colina, la silueta de la larga hilera de elefantes.

Tuvo que dilapidar, Kazuma, para la adquisición de aquellos mastodónticos animales, casi toda la fortuna que había dejado su señor al morir. Total, no dejaba otra cosa... Ningún hijo iba a quedar para defender el honor y buen nombre de aquel valeroso samurai que nunca perdió una batalla. Takeshi, el Andrajoso, había resultado herido en una de esas batallas, por una flecha que vino a hacer blanco en sus partes nobles. Desde ese fatal momento, el señor de la guerra no volvió a mostrar el más mínimo interés por las mujeres. Ninguna amante le lloraba ahora, ni ninguna concubina velaba su cadáver. Tan solo dejaba, a modo de huérfanos y viudas, el centenar de funcionarios que manejaban los asuntos de su castillo, incluida la inexperta guarnición de soldados que nunca habían entrado en batalla, más unos cinco mil siervos que trabajaban, ya fuera como criados en las labores del castillo, o cultivando los fértiles campos que estaban bajo su dominio. Unos y otros se las tendrían que apañar sin él para sobrevivir.

En su testamento, había dispuesto Takeshi el Andrajoso que fuera un selecto consejo de funcionarios el que tomara las decisiones, recogiendo, en la medida de los posible, las aspiraciones de los demás súbditos. Kazuma, el edecán, presidiría aquel consejo de sabios, y tendría la última palabra sobre cualquier cuestión. Un problema más para Kazuma, lo de tratar de conformar a todo el mundo. Al menos, de momento ya había conseguido solucionar la cuestión de la compra de los elefantes.

El siguiente obstáculo que acuciaba a Kazuma era el de construir un puente, lo suficientemente estable, como para que soportara el paso de tantos elefantes. El mausoleo que albergaría los restos mortales del señor de la guerra, estaba situado en el interior de una isla, rodeada por las caudalosas aguas del río Arita. Aquel monumento funerario se había erigido tras muchos años de paciente trabajo, y de idas y vueltas hacia la isla en unas pequeñas barcas, en que los operarios fueron trasladando los materiales de construcción. El problema era que no había una barca lo suficientemente grande como para albergar a la comitiva al completo, de féretro y elefantes. Tampoco tenía sentido fletar una barca para cada elefante. La única solución posible, pensaba Kazuma, era construir un robusto puente de madera que aguantara el peso de toda aquella comitiva.

Pero tras la adquisición de los paquidermos, las arcas se habían quedado demasiado vacías, como para comprar la ingente cantidad de madera que requería la construcción del puente. No había más remedio que talar el bosque que rodeaba el castillo. Cuando el edecán expuso esta solución a sus colegas del consejo de sabios, estos se mostraron en completo desacuerdo. ¿Cómo iban a renunciar a aquel paraje tan grato, en el que se solazaban en compañía de sus familias durante su tiempo de recreo? El consejo se negó en rotundo, a que las inmediaciones del castillo quedaran convertidas en un erial.

Kazuma pidió entonces a sus colegas que le dieran una solución alternativa a la devastación del bosque. «Construyamos un puente de paja», fue el remedio que propuso uno de los consejeros. Argumentó éste que, tras la reciente cosecha, había paja de sobra en los campos de cultivo. Añadió que la paja era fácil de manipular, y que su resistencia como material de construcción quedaba fuera de toda duda, como demostraba el hecho de que los campesinos la utilizaran para levantar las chozas en que vivían.

Los funcionarios del consejo aplaudieron a rabiar aquella propuesta del puente de paja. Kazuma no podía creer que fueran tan majaderos, como pensar que un puente de paja iba a soportar el peso de mil elefantes. Pero el hecho fue que no quisieron escucharle, pues por nada del mundo estaban dispuestos a renunciar a su frondoso bosque.

Entonces Kazuma, que creía sabérselas todas, propuso hacer una consulta entre el resto de siervos, los campesinos y quienes hacían las tareas más ingratas dentro del castillo. Como a estos siervos les estaba vetado el acceso al bosque, estimaba que no pondrían ninguna objeción al talado de los árboles. Además, como suponían la gran mayoría de la población, al edecán le sobrarían motivos para hacer valer su última palabra.

Con lo que no contó el Kazuma, fue con la conjura que, a sus espaldas, tramaron sus colegas. Les bastó con dejar caer la voz entre los siervos, de que algunos de ellos podrían formar parte del selecto grupo de funcionarios del castillo, ya que se necesitaba más personal para afrontar las nuevas tareas que suponía el fallecimiento del señor de la guerra.

Pero claro, ¿qué gracia tenía para los siervos un posible ascenso, si no iban a poder disfrutar de todos los privilegios que conllevaba el ser funcionario? Todo siervo había soñado alguna vez con sestear, en primavera y verano, bajo la sombra fresca de los arces y robles del bosque. Así que cuando Kazuma les conminó a pronunciarse sobre si veían más razonable construir un puente de madera o de paja, la gran mayoría se decantó por la segunda opción.

Tras aquella consulta popular, el edecán quedó desacreditado. Aun así, Kazuma hizo valer su última palabra, y ordenó que se talara el bosque, pues era urgente construir el puente de madera. Aquella sería la última de sus decisiones. Como era previsible, los consejeros se rebelaron y dieron la orden a los soldados de que lo prendieran. Enseguida lo ejecutaron en el mismo bosque, sin la más mínima consideración a todos los años de servicio que había pasado junto al señor de la guerra. Una vez consumada su traición, los funcionarios eligieron como consejero principal al que había sugerido la idea de la construcción del puente de paja. Con esto, se dio vía libre a la construcción de dicho puente.

Se fabricaron pilares para el puente, anudando gavillas de paja hasta el grosor de ocho veces el tamaño de un tronco de roble adulto. Para la superficie sobre la que habrían de caminar los elefantes, los artesanos más hábiles tejieron diez esteras de un ancho equivalente a la de cinco hombres tumbados, y tan largas como era necesario para salvar la anchura del río Arita.

Sorprendentemente, el puente de paja aguantó el primer envite de la comitiva funeraria. Pero cuando empezó a oscilar por el empuje de la corriente, los elefantes entraron en pánico, y su agitado movimiento se sumó al ligero vaivén que ya traía el puente. Al final, el puente se inclinó hacia uno de los lados y la comitiva al completo fue a parar al río, incluido el sarcófago, repujado en oro, que sellaba el féretro con los restos mortales del señor de la guerra.

La contrariedad que supuso aquel suceso, no hizo más que enaltecer los ánimos entre siervos y funcionarios. Los campesinos, que ya se habían hecho a la idea de contar con la ayuda de los elefantes para sus esforzadas tareas, no supieron encajar que se los llevara la corriente. Cuando entre gritos pidieron la renovación al completo del consejo de sabios, estos les recordaron que ellos mismos, en su gran mayoría, habían apoyado la opción del puente de paja. No queriendo asumir su propia culpa, los campesinos pidieron que, en compensación, se les permitiera el acceso al bosque del castillo. El consejo de sabios no sólo desoyó aquella petición, sino que también se desentendió del rumor que ellos mismos habían difundido, acerca del ascenso de algunos siervos al grado de funcionarios. Así fue como se creó el caldo de cultivo perfecto para la sublevación de los siervos.

Ni tiempo le dio a los funcionarios de mandar a un emisario para que el emperador enviara algún ejército en su ayuda. Rodaron cabezas por doquier, sin que la inexperimentada dotación de soldados fuera capaz de impedir que se arrasara el castillo y el mismo bosque que lo rodeaba. Los siervos, temerosos de que aquella sangrienta insurrección llegara tarde o temprano a oídos del emperador, huyeron a otra parte.

Así fue como se desmoronó, en apenas un par de días, el pequeño imperio que Takeshi, señor de la guerra, logró construir en vida. De su memoria, apenas quedó el mausoleo vacío en medio de aquella isla fluvial, y su sarcófago de oro enterrándose poco a poco en el fondo del río Arita. Al menos, tampoco quedó ninguna comunidad para recordar ese apodo suyo de el Andrajoso, que tan poca gracia le había hecho en vida...

Comentarios

  1. Anónimo2:30 p. m.

    Hermosa historia. Me ha encantado. Muchas gracias por compartirla.
    Un abrazo grandote.

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    1. Me alegra que te haya gustado. Gracias por leer el cuento. Un abrazote también para ti.

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  2. "El Andrajoso" ni conocido por andrajoso , ni por austero , ni por "pistolilla". ¡Vaya faena morirse así sin dejar praparado nada más que lo que había que hacer! ¡Pobre Kazuma! Yo le habría apodado "El Gran Conseguidor". ¡Lo que fue capaz de organizar el hombre de un día para otro!
    Espero que sus concubinas no estuvieran metidas en el ajo y al menos disfrutaran del bosque.
    ¡Qué bueno!
    Un abrazo.

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    1. Bueno, tenía que haber puesto que Kazuma tardó un mes en conseguir los elefantes, y que ya el muerto olía mal, de ahí la urgencia de construir el puente cuanto antes. Aunque aún estoy a tiempo.

      No es un cuento al que haya cogido mucho aprecio, la verdad. Se me ocurrió la poderosa imagen del puente de paja y tiré de oficio para encajarla en una historia. Pero prefiero escribir dejándome llevar de la mano de los personajes o mis emociones, sin más.

      Un abrazo, Loles, y gracias por leer.

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