La roca

Gaviota solitaria en un acantilado
Foto por Steph & Teddy Gravell

A la roca que me dio cobijo.

Se sabía inexpugnable, el acantilado, ante el impetuoso vaivén de olas que arremetían contra sus cimientos para tratar de derribarlo. De nada servía el embate obstinado de las aguas revueltas, pues ahí estaba siempre él con su talle imponente, alto y fornido, como un vigía solitario que nunca pegase ojo frente al inmenso mar.

En sus recovecos encontraban refugio los cormoranes y las gaviotas, sin que nada les pidiera a cambio. Anidaban por cientos en aquellos huecos rudos y amables, al abrigo sus polluelos de los vientos impetuosos, o abandonados a la brisa que acariciaba sus plumajes salpicados de piojos, si es que amainaba el temporal.

Una mañana de cielos despejados apareció, sobre la línea del horizonte, un mercante de gran eslora y casco pintado de naranja y plomo. No le prestó la menor atención. Debió pensar que era otro más de los que a menudo pasaban de largo a unas pocas millas de la costa. Sin embargo, aquel buque con bandera de convivencia detuvo sus máquinas por toda una noche. Había llegado con la aviesa intención de aliviar su carga y limpiar sus bodegas, al amparo de la oscuridad. Cuando al día siguiente reemprendió la marcha, sobre las aguas quedó flotando la huella de un denso e irisado fluido, que nada tenía que ver con la cotidiana armonía de espuma y sal.

No tardó aquella mancha espesa en arribar a la orilla. Allí quedó durante meses, sobre los cantos rodados y la arena gruesa, varada como una ballena acuosa en descomposición que anduviese lamiendo los pies del gigante de roca al ritmo de las olas.

Lo que en un principio no supuso más que un feo inconveniente con olor a residuos químicos, devino con el tiempo en un serio problema para el acantilado. Sus sólidos pies se volvieron de barro, y poco a poco, como la montaña de un reloj de arena, se fueron desmoronando y quedando en nada, sin que ningún doctor en geología acudiera a poner remedio a aquella enfermedad mortal.

Su tozudez era de piedra de molino. Tras mucho debatirse entre su empeño de no doblar jamás las rodillas y la ley de la gravedad, el coloso se vio obligado a admitir su pequeñez. Sus socavados cimientos eran incapaces de soportar tanta carga, la del descomunal peso de los estratos superiores de basalto. Para cuando se vino abajo, del fluido abrasivo que había destruido sus certezas no quedaba ni rastro: las mareas y los vientos lo habían arrastrado a las profundidades del olvido, a la misma desmemoria en que acabaría la vencida roca, a ésa en donde bucean los esqueletos de los dinosaurios que aplastó un día el cometa.

No les cupo más remedio que resignarse y volar a otra parte, a todos esos pájaros bulliciosos que por milenios habían encontrado refugio en las maternales cavidades de la roca. Los polluelos de las generaciones venideras nada supieron del formidable gigante, ni de las noches que pasaba frente al mar, velando el sueño de sus ancestros, por siempre también olvidados...

Comentarios

  1. Muy bonito hermano.

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  2. Lo he releído dejándolo reposar. Me dio un poco de tristeza la primera vez. La pérdida, y por una causa tan ajena a los pájaros, a las rocas o al mismo mar, que se disuelva sin dejar rastro pero sea capaz destruir lo que ha tocado...
    Hoy, sin embargo, me quedo con que la vida sigue aunque haya que mudarse y no mirar atrás. (Y que nos quiten lo bailao!)
    Es bonito como lo has contado. Un abrazo Miguel

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    1. Ésa era la necesidad: el hablar sobre la pérdida irremediable, y el olvido. Y mientras estemos aquí, resignarnos y seguir volando.
      Muchas gracias Loles, un abrazo.

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