Misión a Marte

Mocho de color rojo apoyado en la pared, con pinta de extraterrestre
Foto por Philippe Leroyer

Como un trozo de chatarra espacial abandonado a su suerte, el R4-25 daba vueltas sin ningún sentido, alejándose, más y más, del inconfundible perfil apepinado de la Dulcinea III. El robot de limpieza, el más sofisticado de los de su especie, giraba y giraba desorientado con su giróscopo a punto de vomitar, mientras en su errático vagabundaje intentaba atrapar las inexistentes pelusas que flotaban en la nada, o siquiera alguna de las partículas de polvo que hubiera dejado a su paso la estela de algún cometa. Ya no llegaría a Marte, el R4-25, ni tendría la oportunidad de contemplar sus atardeceres rojos, ni de dejar los suelos de la base Andrómeda como los chorros del oro.

—Ahora que el R4-25 nos ha abandonado, tendremos que hacer turnos para limpiar la nave —dijo en tono serio la teniente Benítez.

—¿Que nos ha abandonado? —saltó como un cepo de cazar osos Ginebra, la encargada de mantener en orden los sistemas electromecánicos y de comunicaciones en la Dulcinea III— ¡Serás cínica! ¡Pero si has sido tú la que le ha dejado la trampilla abierta! 

Ginebra recogió su bandeja con los restos del desayuno y abandonó la mesa.

—¡Cómo se te ocurre acusarme, sin pruebas, de algo que por supuesto no he hecho! —alzó la voz la teniente—. ¡En cualquier caso, mejor si nos hemos librado de ese pedazo de lastre inútil! —añadió, sin que Ginebra le dedicara siquiera un amago de mal gesto.

Con aparente indiferencia, el comandante Angulo acababa de contemplar el enfrentamiento, otro más, entre sus dos subalternas. «¡Para qué me tuve que embarcar con ninguna mujer!...», pensó. Aún no había terminado de desayunar.

—¡Vaya, se fue Ginebra, y no le he dicho que le echara un vistazo a la máquina de los churros! Últimamente, parece que anda desajustada, ya no le quedan como los de San Ginés.

Y para corroborarse a sí mismo aquella afirmación, el comandante de la Dulcinea III le dio el último bocado al churro que tenía en la mano.

—Es pog la piopogción de haguina y agua, comandante —sentenció Alphonse. A aquel observador francés lo había embarcado en aquella misión a Marte la Unión Europea, para que, una vez se hubieran instalado en la base Adrómeda, estuviera atento a que el presupuesto se gastaba en lo que se debía de gastar.

—¡Qué sabréis los franceses, de cómo se hace o deja de hacer la masa de los churros, qué sabréis vosotros!...

Y tras este menosprecio al instinto de gourmet del francés, la teniente Benítez se marchó del salón-comedor, sin molestarse en recoger su bandeja de desayuno.

—¿Pego qué le he hecho yo a esta mujeg?

—Nada, no le haga caso, Alphonse. Es una malfollada. ¿Comprende la palabra malfollada?

—Pegfectamente, comandante. Pego conmigo que no cuente. Paga lo de follag, me guefiego.

El comandante apuró su café con leche y se levantó de la mesa con una sonrisa maliciosa entre los labios.

—No se preocupe, Alphonse, que no está esa tarea entre sus funciones. Eso sí, si no le importa, encárguese usted de recoger la bandeja de la teniente Benítez. Ahora que nos hemos quedado sin el R4-25, tendremos que apechugar entre todos para mantener esto medio decente. 

—¿Apechugag?

—Sí, hombre, arrimar el hombro para que la nave no se convierta en una pocilga.

Alphonse miró con orgulloso aire francés al comandante. Le dieron ganas de decirle que él no estaba allí para ser la criada de nadie, pero se limitó a dar un bocado al croissant que desayunaba, y a rumiarlo con la parsimonia de un buey castrado y domesticado.

—Por mi bandeja no se preocupe, que ya la recojo yo. ¡Debemos colaborar entre todos, Alphone, si queremos llegar a Marte en paz y armonía!

En realidad, el ambiente dentro de la Dulcinea III había empezado a enrarecerse tres meses antes. Apenas dos semanas después de partir de la Tierra, la teniente Benítez había empezado a cuestionar la labor del R4-25.

—¡Mire, mi comandante!: ¡dos dedos de polvo! —comentó aquella primera vez la teniente, tras pasar el índice de su mano izquierda por encima de la junta tórica que sellaba una de las escotillas.

El comandante miró a su subalterna con curiosidad:

—Tal vez de otra, pero de usted, nunca me hubiera imaginado que pudiera obsesionarle tanto la limpieza.

—¿Tal vez de otra? ¿Qué pasa, comandante, que las mujeres somos las únicas a las que se supone que nos debe preocupar la limpieza?

—No, mujer, no quería decir eso...

—¡Y obsesionada no, pero es que si todos nos desentendemos del estado de las cosas, la misión terminará siendo un absoluto fracaso! ¡Porque parece que tuviera una que encargarse de todo, hasta de las cosas que no me corresponden!...

Agitaba el pie izquierdo la teniente Benítez según iba dando sus enconadas explicaciones, en un tic irremediable que en nada inmutaba el carácter pachón del comandante Angulo.

—Y porque la Dulcinea III tiene activado el módulo de ingravidez las 24 horas —insistió la teniente—, que si no, tendríamos las partículas de polvo flotando por todas partes. Imagínese, se podrían llegar a contaminar los circuitos más sensibles de la nave, y todos al carajo.

—No será para tanto, teniente.

—¿Que no será para tanto? ¡Luego pasa lo que pasa!... Aquí, parece que a toda la tripulación todo le resbala. Hasta ese robot, el R4-25, que por cierto, ha costado un dineral, usted bien lo sabe, parece que anduviera todo el día tocándose la circuitería a dos manos. Ande y vaya, comandante, y hable con Ginebra, para ver si puede reprogramarlo para que limpie más a fondo, y si se le funden los chips, pues que envíen otro robot los de la contrata de limpieza.

El comandante suspiró hondo: menuda estupidez acababa de pronunciar la teniente. Los dos sabían que a aquellas alturas del viaje era imposible que nadie abasteciera con ninguna provisión ni repuesto a la Dulcinea III. Como perro viejo que era, respondió a la teniente sin inmutarse:

—Ande, Benítez, acérquese hasta su taller, y explíquele usted misma a Ginebra los hechos tan graves que sólo usted parece ver.

La teniente Benítez miró fijamente y por unos instantes a su superior. Comprendió que no le cabía más remedio que obedecer y acercarse ella misma al taller en que debía andar trajinando Ginebra. Eso, si es que estaba trabajando, porque también tenía serias dudas al respecto. Aunque antes de ir en su busca arrojó a los pies del comandante un suspiro de mujer mártir:

—¡Si es que, si una no se encarga de todo, aquí nada funciona!...

El comandante Angulo vio cómo la teniente se alejaba a paso ligero: un, dos, un, dos, un, dos...

De camino al taller, en uno de pasillos que parecían no tener fin, la teniente Benítez se dio de bruces con el R4-25, que andaba estacionado junto a una de las bases de alimentación de la Dulcinea III.

—¡Eh tú, montón de chatarra con ruedas! —le habló con altivez la teniente—. ¿Qué haces aquí parado, con la de cosas que hay que hacer?

—¡Buenos días, teniente Benítez!— respondió el R4-25, con su voz amable y algo atiplada, de varón—. Estoy recargando baterías.

—¿Recargando baterías? Mucho tiempo tardas tú en recargarlas, con el dineral que nos cobran por tus servicios los de la contrata.

Pese al montón de repuestas que tenía programadas el R4-25, no supo cuál ofrecer a la teniente. Finalmente, su inteligencia artificial optó por guardar silencio.

—El día menos pensado te tiramos por la trampilla por la que se arrojan los desperdicios al espacio, y ya verás cómo entonces te espabilas.

Esta vez, sí, el R4-25 encontró enseguida la respuesta perfecta:

—El día que yo no esté, os vais a acordar de mí, ya lo veréis, porque os va a comer la mierda.

Se quedó tan pancho el R4-25 con su respuesta, sin que su circuitería fuera consciente de cuánto había logrado enardecer, aún más, los ánimos ya de por sí alterados de la teniente Benítez.

Resopló la teniente y prosiguió rumbo al taller de Ginebra. Entró en el taller con aires de capitán general, sin picar la puerta. No le sorprendió demasiado ver allí al francés, dando pequeños giros en una silla similar a las de oficina. En su regazo andaba sentada Ginebra, que en cuanto sintió que la puerta del taller se abría dio respingo para ponerse en pie.

—¡Vaya, Alphonse, estás aquí! ¡Qué bien vivís los funcionarios de la Unión Europea! Lo siento, si interrumpo algo.

—¡Benítez!, ¿nunca te han enseñado que es de buena educación llamar a la puerta antes de entrar? —le reclamó Gienebra.

—Lo de la educación y las buenas maneras, mejor lo dejamos para otro momento. Anda, cariño, hazme el favor de echar un vistazo al R4-25, que parece que no limpia todo lo bien que debería.

Ginebra hizo un gesto de no entender muy bien qué le estaba pidiendo la teniente.

—¡Que está todo hecho una porquería, Ginebra! ¡Si te molestaras en comprobarlo tú misma alguna vez!... Por ejemplo, los tubos del circuito de refrigeración, que están llenos de polvo, o las cajas de registro, que ésas, ya te digo yo que el R4-25 no las ha limpiado nunca desde que empezamos este maldito viaje.

—¿Y qué quieres que haga, le ato unos zorros y una escoba en el culo, al R4-25?

A Alphonse le pareció gracioso el comentario de Ginebra, y no pudo contener una pequeña risa.

—¿Te parece gracioso, Alphonse?

—No es eso, teniente, pego me ha hecho mucha gasia lo de atagle al egue-cuatio veintisinco unos sogos. ¡Qué cosa más absugda!, ¿no?

La teniente Benítez trató de intimidar al francés con su mirada ceñuda, pero no consiguió liquidar su sonrisa estúpida. Lo mismo le sucedió cuando miró a Ginebra.

—¡Claro, como aquí ninguno estáis pendientes de nada, todo os parece gracioso! Pues tú verás lo que haces con el R4-25, Ginebra, pero tendrás que reprogramarlo o lo que consideres, para que todo esté inmaculado. ¡Ni una mota de polvo quiere ver el comandante! Él mismo me ha dado la orden, para que yo misma supervise el correcto estado de la limpieza de la Dulcinea III. Chao, tortolitos.

Desde aquel tenso encuentro, no dejó la teniente Benítez de importunar a Ginebra a cada rato: que si el R4-25 se había dejado unos papelitos sin barrer por aquí, que si en el baño de mujeres había un manojo de pelos desde hacía varios días, y que si esperaba que ahí se quedara hasta llegar a Marte...

—¿Y a mí qué me cuentas, Benítez? Recoge tú el montón de pelos, si tanto te molesta.

No dejaba la teniente Benítez a Ginebra en paz, como si la electromecánica no tuviera otra cosa que hacer más que ajustar las funciones operativas del R4-25. Cada vez se sentía más cansada y harta del viaje.

Un día, ya cuando de largo había terminado el fin de la jornada, Alphonse llamó a la puerta del camarote de Ginebra.

—Ginebia, ¿estás despiegta? —susurró el francés, como si alguien le fuera a escuchar, en una nave tan grande y despoblada—. ¡Anda, ábieme la puegta, caguiño! ¿Ginebia?

—¡Ay, Alphonse, déjame descansar! —respondió Ginebra, con voz de adormilada—. Hoy estoy molida. Me he pasado todo el día haciéndole ajustes al R4-25, y discutiendo, como de costumbre, con la teniente Benítez. ¡Y para colmo, el aire acondicionado se ha estropeado, así que mañana me tocará más de lo mismo!... Nos vemos mejor en otro momento.

Cierto era que el aire acondicionado no funcionaba bien: hacía un calor insoportable en la Dulcinea III. Alphonse se sentía acalorado tanto por dentro como por fuera, así que decidió ir a tomarse una ducha refrescante. Iba a entrar en el baño cuando se encontró con la teniente Benítez, que justo en ese momento salía de la ducha. Cubría la teniente su desnudez apenas con una toalla, que dejaba ver sus piernas largas y bien conformadas.

—Bonitas piegnas, teniente.

Le sorprendió a la teniente el cumplido de Alphose tanto como encontrárselo por allí tan a deshora, con lo que no supo qué responderle. 

—¿Hace calog, eh? —rompió el silencio el francés—. Voy también yo a guefescagme con una buena ducha.

Sólo entonces la teniente supo reaccionar. Ni ella misma se reconoció, al escucharse:

—Si te apetece tomar algo fresquito después de esa ducha, Alphonse, te espero en mi camarote. Creo que con este calor, me va a ser imposible dormir...

Ahora el sorprendido fue Alphonse, por el inesperado ofrecimiento de la teniente Benítez. Sopesó si aceptar la tentadora invitación, pero enseguida se dio cuenta de que sería inevitable que aquella visita furtiva pasara desapercibida para Ginebra: su amante titular se encargaba también de supervisar los sistemas de videovigilancia, por lo que el riesgo era muy alto, de que se enterase de que había terminado en el camarote de la persona que más la importunaba últimamente. El francés tenía más que claro que prefería los favores de Ginebra a los de la teniente, y todavía quedaba misión para largo, como para perderse un bocado tan apetitoso. De alguna manera, se sintió cautivo de su propia farsa, y un anhelo de libertad le punzó su alma de francés genuino, y le condujo a recordar el lema de su patria: Liberté, Égalité, Fraternité.

—Lo siento, teniente, pego no voy a podeg asestag su invitasión: como obsegvadog de la Unión Eugopea, no debo exponeg mi impagcialidad a los capichios de la pasión.

«¡Menudo imbécil impotente!», comentó para sí misma la teniente Benítez. Se reprochó el haber caído tan bajo y se sintió desnuda, como si se le hubiera caído en ese momento la toalla. Pero en cuanto llegó a su camarote cayó en la cuenta de que era el insoportable calor el que le había nublado el entendimiento, y por eso había ofrecido sus encantos a aquel gabacho como una cualquiera. De alguna manera, la culpable en primera instancia de que no hubiera podido controlar sus pasiones era Ginebra, pues si hubiera estado más atenta a las tareas que le correspondían el aire acondicionado no se hubiera estropeado. Si ya la teniente Benítez tenía agobiada a Ginebra con los reajustes del R4-25, a partir de ese momento estrechó aún más su cerco, y ya no la dejó en paz.

No tenía tiempo para nada, Ginebra, y al final de cada jornada terminaba agotada. «Lo siento, Alphonse, hoy necesito descansar», era el comentario más habitual que ofrecía Ginebra a su amante, cada vez éste trataba de colarse a deshora en su camarote. No le daba la vida ni para depilarse el bigote, y esos pequeños detalles no pasaban desapercibidos para el observador francés.

—Ya sabe cómo son las mujeres... —fue la única solución que le dio el comandante Angulo a Alphonse, cuando vino a interceder por su querida Ginebra.

—¡Pego usted es el supegiog en esta nave, debeguía haceg algo paga que la teniente Benítez no esté todo el día dándole la tuga a la muchacha, que paguese que le estuviega chupando la sanguie un vampigo!

—Yo, mire usted, Alphonse, en asuntos de mujeres, mejor no me meto... Cuanto más lejos de las damas y sus cosas, mejor... No quiero líos... Que por culpa de un malententendido sin importancia los de arriba me castigaron enviándome a esta misión, a tomar por culo de todo... ¿Entiende lo de «a tomar por culo», Alphose?

—Sí, clago.

—¡Y sólo porque una alférez me acusó de que le había tocado el culo! —se lamentó el comandante—. ¡Pero si sólo fue una cachetada cariñosa lo que le di, Alphonse, usted me entiende, y sólo una vez! ¡Bueno, puede que tal vez fueran dos cachetadas o tres, no sé, no me acuerdo, de esas cosas uno no lleva la cuenta!... Pero lo malinterpretó la alférez, con la confianza que yo pensaba que había entre los dos... Porque si no hay confianza, nadie le va tocando el culo a ninguna señora, eso está claro. ¿Alguna vez le ha tocado el culo a una mujer, Alphonse?

—Sí, clago, alguna ves.

—¿Lo ve? Eso es lo más normal del mundo, Alphonse. Pero a aquella alférez le dio por hacer drama de la cosa más natural del mundo. Así que yo, por eso, prefiero no meterme en asuntos de mujeres, y que ellas se entiendan...

No sirvieron de nada los intentos de Alphonse por echarle una mano a su chica. Aunque por lo menos, un buen día Ginebra se liberó de las más agobiante de sus tareas, cuando el R4-25 se precipitó al vacío por una de las trampillas que, incomprensiblemente, se había quedado abierta.

—Tendrán que organizar turnos de limpieza entre usted y Ginebra, para evitar que terminemos viviendo en una pocilga —le ordenó el comandante Angulo a la teniente Benítez.

—¿Cómo que entre Ginebra y yo? En la Dulcinea III somos cuatro, comandante, ¿es que usted y ese gabacho se piensan escaquear?

—Bueno, es que... —dudó un momento el comandante Angulo, antes de continuar con su respuesta—. Es que a las mujeres se os da mejor ese tipo de tareas. 

Aunque había tenido ya suficiente tiempo durante aquel viaje como para conocer al comandante, no llegó a prever la teniente Benítez que pudiera llegar a tan altas cotas de machismo.

—¡No puedo creer lo que acabo de escuchar! ¿Cómo que a las mujeres se nos da mejor ese tipo de tareas?

—No se ofusque Benítez, eso es así. Fíjese usted, mismamente: fue la que descubrió todo ese montón de polvo sin limpiar por todas partes...

—¡Es increíble, comandante, no sé cómo ni por qué tuve la feliz idea de enrolarme en esta misión!...

—Y en cuanto a ese gabacho —prosiguió el comandante, menospreciando el territorio plagado de minas por el que se adentraba—, ya sabe lo que dicen de los franchutes: que son todos unos guarros. Mucho perfume y agua de tualé, pero luego, en definitiva, se lavan menos que un gato al que hubieran cortado la lengua. Así que mejor que dejemos en paz a Alphonse, si no queremos terminar viviendo en una cochiquera con olor a perfume barato.

La teniente Benítez se dio cuenta de que era perder el tiempo, el tratar de razonar con un hombre tan prejuicioso. Si quería conseguir algo de justicia, tendría que poner una incidencia ante los responsables de la misión en la Tierra.

—¿Alguna cosa más, mi comandante?

—Sí Benítez, sólo una, que no se me olvide. Habrá que depurar responsabilidades respecto a esa trampilla que se quedó abierta, ya sabe, por la que se cayó el R4-25. Los de la Unión Europea son muy pesados con sus controles, así que, en mi opinión, nos convendría a todos, especialmente a usted, que en el informe el hecho aparezca como un accidente fortuito.

Y a continuación, el comandante le guiñó un ojo a la teniente, como si tratara de compadrear con ella, que nada tenía que ver con el triste final del R4-25, por más que Ginebra le hubiera acusado delante del comandante de perpetrar el «accidente».

—Así que encárguese usted, teniente, de redactar ese informe, y envíeselo a los responsables de la misión lo antes posible.

La teniente, contrariada y humillada, fue directamente a encerrarse en su camarote.

—¡Son todos unos hijos de puta! —exclamó, contemplando la oscuridad de sus días a través de la escueta escotilla del camarote. Se sentía vejada especialmente por el comandante, pero en general, por todos sus compañeros. Sintió ganas de llorar, pero no estaba dispuesta a concederle la menor oportunidad a las lágrimas. Así que dejó a un lado su ensimismamiento, y se dirigió rauda al taller de Ginebra. Como de costumbre, entró sin llamar.

—¡Quiero todas las grabaciones del circuito de vídeo! —le dijo a Ginebra—. Son órdenes directas del comandante.

—Olalá! —exclamó Alphonse, que apareció de improviso como una marioneta de guante, desde detrás de una de las torres de refrigeración del taller—. ¡Eso será es un sinfín de tegadatos y hogas y hogas que visualizag!

La teniente miró al francés con desgana.

—Me refiero a las grabaciones del día en que el R4-25 se cayó por la trampilla, imbécil. Con eso me basta.

Luego la teniente dio media vuelta y, sin cerrar la puerta del taller, se marchó por donde había venido, al mismo paso airoso.

—No me deja en paz, esta mujer... —se lamentó Ginebra.

Alphonse se acercó a cerrar la puerta del taller. Ya se disponía Ginebra a buscar las grabaciones que le acababa de pedir la teniente, cuando su amante se arrimó a ella y le tomó de la mano.

—Tengo que confesagte algo, caguiño.

Ginebra se temió lo peor.

—No, no te piocupes, mon chéri, no es nada malo —dijo Alphonse, nada más apreciar el gesto de contrariedad en la cara de Ginebra—. Bueno, un poco malo y piocupante sí que es, pego nada que tenga que veg con que te haya puesto los cuegnos ni nada paguecido.

La expresión del rostro de Ginebra fue ahora de extrañeza: ¿a cuento de qué le hablaba Alphonse de unos posibles cuernos? Pero enseguida el francés despejó cualquier atisbo de enredo, cuando le confesó que había sido él quien había abierto adrede aquella trampilla por la que se había esfumado el R4-25.

—¿Pero por qué hiciste eso, Alphonse? ¿Sabes en qué lío te puedes haber metido?

—Oh, mon amour! Lo hise sólo pog ti... Estaba hagto de que el erre cuatio-veintisinco se integpusiega entie nosotios. Ya apenas tenías tiempo paga dedicagme, caguiño, y ha sido en esos momentos de ausencia tuya cuando me he dado cuenta de todo lo que te quiego. Je t'aime, Ginebia!...

—¡Oh, qué bonito, lo que me dices! ¡Yo también te he cogido cierto aprecio, Alphonse!...

—¿Siegto apesio?

Y puntualizó aún más sus palabras, Ginebra:

—Sí, Alphonse. Te aprecio mucho, como amigo.

—¿Sólo como amigo? ¿Con lo que he hecho pog ti?

—Sí, Alphonse. Como folliamigo, en realidad. Ya sabes... Aunque para serte sincera, te diré que no soporto que me vengas a desvelar cuando estoy profundamente dormida. A veces eres un poco empalagoso...

—Olalá! ¡No puedo queeg lo que mis oídos oyen! ¡Puedo llegag a pegdeg mi tiabajo pog habegte libiado de ese gobot, y me dises que sólo me quiegues paga follag?

Ginebra agarró firmemente las dos manos de su folliamigo.

—¡Nunca te prometí nada, Alphonse! Y por el asunto de la trampilla, no te preocupes. Es sumamente fácil para mí puentear las grabaciones de vídeo, y achacar su apertura a un fallo mecánico del sistema.

Alphone encontró, al menos, algo de alivio, en las últimas palabras de Ginebra. Luego, se marchó cabizbajo a su camarote.

Horas más tarde, el observador de la Unión Europea trataba de encontrar algo de consuelo en las sabias palabras del comandante Angulo.

—Las mujeres, son todas unas zorras, Alphonse. Ya se lo dije, que cuanto más lejos de ellas, mejor.

—Ojalá uno pudiega sustiaegse a sus encantos... No sé usted, comandante, pego al menos, yo no puedo...

—¡No, hombre, no, no vaya a creerse que soy uno de esos amanerados a la francesa! Claro que me atraen, como a usted. Pero es que se mete uno en unos líos, por su culpa...

—Ya...

—¿Pues no va ahora la teniente Benítez y me amenaza con que va a elevar una queja a los responsables de la misión?

—¿De vegdad?

—Lo que le cuento. ¡Pero si yo no le he hecho nada! Que me corten la mano derecha, si es que alguna vez le he rozado el culo con ella. Y no crea, que en alguna ocasión no me han faltado las ganas de tocárselo. Pero la teniente Benítez no me da ninguna confianza. No entiendo a las mujeres, mi querido amigo, ni la vida en general. Algunas veces, Alphonse, me dan ganas de estrellar la Dulcinea III contra un asteroide, y mandarlo todo a tomar por culo...

—No diga eso, comandante. Aún soy demasiado joven paga moguig...

Miró el comandante con paternal condescendencia al francés. Luego mojó el churro en el café con leche que estaba tomando para merendar.

—Bueno, tal vez exageré la última vez: no están tan mal los churros.

—Yo piefiego los coiesants, comandante...

—Ya, lo sé, Alphonse, lo sé.

El comandante apuró su café y se levantó de la mesa.

—Bueno, Alphose, ahí le dejo, que tengo mucho lío. Me espera una videorreunión con los responsables de la misión, a ver qué coño quieren estaba vez. Si me hace el favor de recoger mi bandeja se lo agradezco. O si no, hable con las chicas, a ver si le dan una vuelta a todo esto, que está cada vez más hecho una porquería.

Ya se iba el comandante camino del puesto de mando, cuando se dio media vuelta.

—Por cierto, Alphone: ¿cómo se dice folliamiga, en francés?

Alphone miró con cara de desilusión al comandante.

—Je ne sais pas, comandante, je ne sais pas...

No había pasado ni un mes de aquella desilusionadora conversación con el comandante, cuando Alphonse creyó reconocer, en el amplio ventanal del puesto de mando de la Dulcinea III, el inconfundible perfil del planeta rojo. Le extrañó verlo tan pronto, que un viaje que se le estaba atragantado se le hubiera hecho tan corto, pues el mismo comandante le había dicho días antes que aún les quedaba un largo camino por recorrer, hasta llegar a la base Andrómeda. Cuando Alphonse se acercó al ventanal, para apreciar más en detalle la gama de rojos anaranjados de Marte, comprobó que aquellos colores no eran más que los de un churrete en medio del cristal. Más tarde el comandante le confesó que la mancha era fruto del impacto de una pizza que le había lanzado a la cabeza la teniente Benítez, y que por suerte había logrado esquivar.

—Las mujeres de hoy día, no saben apreciar un buen piropo, Alphonse —comentó el comandante—. Una pena, porque tiene un buen culo la teniente... 

Y luego el comandante Angulo añadió que bien se podía quedar ahí la mancha durante el resto del viaje, pero que él no pensaba pasar ningún trapo húmedo ni seco para limpiarla, ni para borrar las huellas de deditos que enturbiaban el oscuro panorama salpicado de estrellas, mucho más allá, del otro lado del ventanal del pabellón de mando de la Dulcinea III...

Comentarios

  1. Uf! Ni con Benítez ni con el comandante me embarcaba yo en un viaje, ¡Pero ni a Sevilla!
    Al final la predicción de R4-25 fue certera. A Alphonse le salió el tigo poj la culata con la ocurrencia de lanzarlo al espacio...¡L'amour c'est terrible!
    Me ha encantado el detalle de los churros de San Ginés. Mientras leía me han venido imágenes que tenían más del Milagro de P Tinto que de la Estación Espacial Internacional, tal vez por eso me ha hecho más gracia.
    Un abrazo Miguel
    ¿Tú crees que llegarán a su destino?

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    1. Últimamente estamos un poco perdidos en el espacio, Loles. Me he pasado por tu blog y no encontraba nada nuevo. Ahora iré a echar un vistazo.
      Aparte de eso, lo más probable es que los personajes de esta historia llegaran a destino, vamos, digo yo. La vida es eso: un viaje cuyo destino es inexorable, y en el que a pesar de la mierda que vamos dejando a nuestro paso siempre llegaremos, sí o sí, a Marte. En cualquier caso, el universo no se detiene a contemplar nuestras bizarras circunstancias.
      Muy P Tinto todo, sí. Me gusta imaginar a esos personajes del futuro y de los viajes espaciales como a los de ahora, pues, al fin y al cabo, estarán horneados a partir de la misma masa madre.
      Un abrazo, Loles, y gracias por pasarte y comentar.

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