Superhéroes

Zapato en las manos de un limpiabotas
Foto por Mo Riza

Había dejado Peter, sobre la cama deshecha, sus bermudas floreadas y camisa ancha habituales. Para ir a la entrevista, había escogido un pantalón de traje en azul marino, y una camisa blanca a juego, tan ajustada, que amenazaba con estallársele a la altura de su gran panza. Así vestido, tomó un autobús para apenas una parada de distancia, todo por evitar sudar en exceso si hacía el pequeño trayecto caminando. Como iba bien de tiempo, se acercó a ver a su amigo Steve.

—¡Pero bueno, si es el mismísimo Peter Parker, en persona! ¡Cuánto tiempo!

—¡Pasaba por aquí cerca, así que cómo no hacerte una visita!

—¿Ah sí? ¿Y pa dónde tú vas, tan arreglaíto? No me digas: tienes una cita, con algún bellezón.

 —¡Qué más quisiera!... Voy a una entrevista de trabajo.

—¿A una entrevista de trabajo, con el montón de años que tú tienes?

—¡Pues más o menos, la misma cantidad que tú, canalla! Y aquí andas, trapeando botas en la calle.

—¡Qué remedio, chico; no hay manera de que pueda uno jubilarse hoy día! ¡Y eso que son 73 los que haré el mes que viene!

 —Pues los mismos años tengo yo. ¡Anda, sácale un poco de brillo a mis zapatos, a ver si en la entrevista no se dan cuenta de que están tan estropeados como yo!

Le daba pena a Peter Parker que su amigo Steve tuviera que andar rebuscándose la vida a su edad, para ganarse unos cuantos dólares extras trabajando como limpiabotas. También, por dejarle algo de dinero, se había animado a hacerle aquella visita. No se daba cuenta, el bueno de Peter, de que no le convenía ir repartiendo sus pocos dólares por ahí, como si fuera uno de esos ricachones que atracan su yate en el puerto deportivo de Miami Beach.

—Al menos, aquí en Miami da gusto trabajar en la calle, porque el clima es agradable.

—¡Vamos, no jodas, Steve! Me vas a decir, que hasta das gracias a Dios por verte obligado a limpiar botas a tu edad.

—Pues mire, caballero, más o menos es así. Gracias a este trabajito, más cortos se me hacen los días, y de paso me libro de mi mujer por unas cuantas horas. ¡Y ella de mí! Usted, como anda soltero robando corazones no tiene esos problemas.

—Sí, sobre robando corazones...

—¡Ande, ande, caballero, acomódese de una vez en la silla, si quiere que le limpie esos zapatos!

Hizo el limpiabotas el ademán de limpiar, con uno de sus trapos, la silla en que invitaba a su amigo Peter a tomar asiento.

—Oye Steve —quiso saber Peter, nada más sentarse—, ¿por qué te mudaste de Collins Avenue, si aquel lugar parecía mejor para tu negocio?

—Mejor era, desde luego. Pero no me mudé yo: me botaron de allá. Supongo que algún mandamás de esta ciudad debió pensar que no adornaba bien un limpiabotas en una calle tan principal.

Seis años habían pasado, desde que Steve se vio obligado a trasladar su puestico, como él decía, a una calle mucho más tranquila, y, por tanto, menos concurrida. Eso sí, bajo la sombra de una enorme palmera.

—¿Y qué, Peter? ¿Sabes algo de tu ex, y del otro? 

—Ni me los nombres, compadre. Poco sé, ni me interesa saber.

Una lástima para Steve, que su amigo estuviera tan parco de palabras aquella mañana. En un visto y no visto, retiró el limpiabotas los cordones de los zapatos de Peter, alzó las perneras de sus pantalones, y colocó las guardas protectoras de los calcetines.

—¿Siguen viviendo en Las Vegas esos dos? —insistió Steve.

—Por lo visto, ahí andan todavía. Él debe seguir paseándola en esa horterada de cochazo que tiene, y con eso, y con el glamur de las luces de los casinos, seguro que Diana anda tan feliz.

Steve pasaba ahora un trapo medio mugriento por los zapatos, con el fin de retirar los restos de polvo. Luego los humedeció con una brocha enjabonada, y con un trapo distinto los restregó.

—Pues te confieso, que a mí Diana me caía bien...

—Sí, claro, a todos os caía demasiado bien, con ese cuerpo escultural que tenía.

Steve dejó por un momento su labor con los zapatos, y, alzando la cabeza, sonrió con cara de pillo:

—Bueno, la verdad, es que a quién no le gustaba aquella Mujer Maravilla de nuestros tiempos mozos. Pero fuiste tú, nada más, el que consiguió atraparla en tu red.

Desde la posición un poco más alta que le confería la silla en que estaba sentado, Peter miró a los ojos claros de su amigo el limpiabotas. Antaño, Peter solía contemplar el mundo desde mucho más alto.

—Más bien, me enredó ella a mí, compadre. Aunque también, te diré que yo estaba bastante harto de los directivos de la Marvel. Así que, qué mejor ocasión para tocarles los cojones que lo de liarme con una chica de la competencia. No sé si me ponía más cachondo Diana, o provocarles a esos cabrones...

—Sí, menuda se armó, cuando aparecisteis en aquellos titulares: «la Mujer Maravilla, luciendo tipazo en compañía del Hombre Araña».

Persiguiendo alguno de aquellos recuerdos de los que trataba de huir cada día, la mirada del Hombre Araña se perdió hasta más allá del retazo de playa que asomaba al final de la calle. Por su parte, Steve esparcía betún con un cepillo por el cuero resquebrajado del zapato de su amigo.

—Pero bueno, aquella vida es ya agua pasada —dijo Peter, dejando a un lado su ensimismamiento.

—Para lo que hemos quedado, ¿eh, Peter? Nos creíamos invencibles, cuando éramos jóvenes...

—Como todo el mundo, compadre... Mal lo debe estar pasando la pobre Diana. No llevaba nada bien lo del paso del tiempo. Decía que había pasado de ser la Mujer Maravilla, a la Mujer Invisible.

—Es que para una mujer, y más para un bellezón como lo fue ella, la vejez tiene que ser una cosa terrible.

—Supongo... Pero cada cual tenemos que aguantar lo nuestro, Steve. También yo las pasé putas hace años, la última vez que conseguí ponerme el traje de Hombre Araña. Cuando me vi en el espejo, parecía un salchichón con patas.

—Yo, hace tiempo que guardé mi traje de Capitán América en lo alto de un armario. Y ahí andará, supongo que ya medio apolillado —dijo Steve.

Ni aun estando retirados se permitían llorar aquellos dos superhéroes. Tal vez por eso, preferían hacer escarnio de su desgracia.

—Igual yo. Ningún uso le doy ya; ni para quitar el polvo a los muebles creo que serviría.

—¡Calla, calla! —dijo Steve—. Mejor no usar nuestras reliquias para nada. Te voy a contar una cosa que me pasó. Un día, va a la pendeja de mi mujer, y no se le ocurre otra cosa que agarrar mi escudo, que lo tengo de adorno colgado en una pared, y utilizarlo como bandeja para llevar unas botellas. Y todo por hacerse la graciosa ante unos familiares que andaban de visita en casa.

—Total, para lo que te sirve ya...

—¡Pero si es cónvavo, coño! Menudo desastre fue aquel, el que lío mi querida esposa; peor que el de la invasión de bahía de Cochinos. Todo lo de la bandeja lo mandó pal suelo: el ron, la hierbabuena, los vasos, los cubitos de hielo...

Mientras seguía cepillando los zapatos de su cliente y amigo, el Capitán América meneaba la cabeza como si aún no le hubiera perdonado a su mujer, por aquellos mojitos desperdiciados. 

—Claro, que más patético es, a mi parecer, empeñarse en negar el paso del tiempo —siguió Peter con su cuento sobre la nostalgia—, y terminar en uno de esos espectáculos decadentes de Las Vegas, al estilo de Bufalo Bill y Toro Sentado en su farsa de circo.

—Bueno, chico; uno ha de comer aunque le falten los dientes. Mira en Cuba, cómo andan los viejitos, vendiendo cucuruchitos de maní, o lo poco que les quede de sus pertenencias.

—Porque yo —continuó Peter, a lo suyo—, ante el espejo de mi habitación me veré como un salchichón, ok, pero me dirás, qué imagen tan ridícula tendrán de ese gordinflón de Batman los espectadores de cualquiera de esos casinos de las Vegas, cuando le vean aparecer en el centro del escenario, iluminado por el cañón de luz. Más que como el Hombre Murciélago, el presentador lo debe anunciar como el Hombre Morcilla.

Se moría de risa el limpiabotas, con la última ocurrencia de su camarada.

—Con los años te has convertido en un supervillano, Peter.

—En un cínico, sí. Porque ahora, los villanos son los héroes. Mira si no, al Joker, al que por lo visto lo pintan como a un pobre desgraciado incomprendido. Menudo cabreo debe tener el Hombre Morcilla, que ni colgado boca abajo conciliará el sueño. Al menos, como va de negro, las ojeras se le disimularán, digo yo...

No había manera de que Steve se concentrase en la tarea de sacar lustre a los zapatos: ya no estaba seguro de si al izquierdo le había dado el segundo repaso de gamuza.

—Me imagino el mal trago que ha pasar Diana, cuando le vea en pelotas al salir de la ducha. Claro, que eso a la Mujer Maravilla le dará igual, con tal de que su Hombre Morcilla la saque a pasear en el Morcillamóvil.

—Eres terrible Peter —decía con sorna Steve—. Un auténtico malvado.

Los dos amigos se vieron obligados a hacer un alto en la conversación, para recomponerse de tanta carcajada.

—Al menos, he de agradecerle a Diana que se empeñase en que nos viniéramos a vivir a Florida. Imagínate ahora en Nueva York, con el frío que hace...

—Sí, eso sería fatal para nuestros huesos, con lo machucados que nos han quedado.

—Oye, Steve, ¿por qué te viniste tú a Miami?

—¿Yo? Porque tengo a media familia por aquí, en Little Habana. A ese barrio me mudé desde el principio. Nací en la misma Habana, ¿sabías?, pero la original.

Le sorprendió a Peter, aquella revelación de su amigo de toda la vida.

—¿Cómo, el Capitán América, es un cubano?

—¡Coño¡, ¿también Cuba es parte de América, no?

Peter no pudo poner ninguna objeción al argumento de Steve.

—En realidad, me llamo Esteban, y me vine de bien chiquitico para acá, que me mandaron mis papás a estudiar.

—Vaya, no sabía...

—Mi papá era un hombre de negocios de mucho dinero allá en Cuba; claro, que eso fue antes de la Revolución. Se empeñó en que yo me viniera a estudiar a un buen colegio de los de acá, en los Estados Unidos. Lo pasé regular, la verdad, porque mis compañeros de clase me hacían burla a cada rato, por mi acento cubano.

—Algunos niños son peores que cualquier supervillano.

—Así es. Pero tanta contrariedad me hizo fuerte, casi invencible, diría yo. Así que, cuando tuve que escoger un nombre elegí el de Capitán América, nada más que por joder: yo, un cubano, siendo el superhéroe de los gringos.

—Y te cambiaste el nombre, claro.

—Obvio. Esteban no hubiera colado.

Comenzaba Esteban a dar ya las últimas trapeaditas para sacar el brillo máximo a los zapatos de Peter.

—Oye, ¿sabes algo del doctor Banner? —preguntó Peter.

—¿De quién, de Hulk? Pues que se vino también a vivir a Miami.

—¿De verdad? Nunca me lo he cruzado.

—Te lo juro. El otro día me lo encontré en la farmacia. Había ido a comprar viagra, me dijo por lo bajo.

—¿Viagra? Quién lo diría, que alguien como él terminara necesitando estímulos para agrandar su... su cuerpo.

Otra vez se rieron, aquellos dos superhéroes retirados.

—Si lo vieras ahora... no lo reconocerías. Está de gordo... Igual de enorme que antes, cuando le tocaban los cojones, pero todo fofo y sin nada de músculo. Y arrugado, y algo chepudo. Según me comentó, ya casi no se altera por nada, como si todo le importa un carajo.

—Ya ves —dijo en tono reflexivo Peter—: con los años, o te vuelves un cascarrabias, o todo te resbala.

—Así es... ¡Bueno, Hombre Araña, pues ya está!: ahí tienes tus zapatos, todo limpitos y brillantes.

Cierto era que los zapatos de Peter relucían, incluso más que cuando los sacó de la caja recién comprados.

—¡Perfectos! Con este aspecto tan impecable, seguro que me consigo ese trabajo, ya verás. Dime cuánto te debo.

—¡Anda, anda, qué me vas a pagar nada!...

—¡Que sí, hombre, que sí! Dime qué te debo, Steve.

—No insistas, Peter, que yo este oficio lo tengo por entretenerme sobre todo. Algo me quedó de la herencia de mi papá, no creas. Además, más falta te hará a ti el dinero, porque si no no irías en busca de trabajo.

—Bueno, bueno, tampoco te creas que ando descalzo: mira qué zapatos tengo. Si voy a esa entrevista, es para ver si puedo complementar la miserable pensión que nos ha quedado.

Asentía Esteban ante el triste panorama económico que le exponía su amigo.

—Ni seguro médico nos pagaban los de la Marvel —comentó Steve—, según decían porque ningún seguro privado quería asegurarnos. 

—Unos auténticos cabrones, sí...

—¿Y para qué puesto te vas a postular? —preguntó Steve.

—El trabajo es de altura, no te creas.

—Sí claro, de categoría, ¿no?

Dudó un momento Peter Parker si decirle toda la verdad a su amigo.

—Se trata de limpiar por fuera ventanales de edificios. Ya sabes, colgado de una cuerda desde lo alto.

—¿Cómo, tú, con 73 años, limpiando ventanas?

—¿Pues no limpias tú zapatos? Además, otro con mejor hoja de vida que yo no van a encontrar, al menos, sin ningún miedo a encaramarse a las alturas.

—Eso sí: un trabajo sólo para el auténtico Spider-Man.

—No es para tanto, Steve, que superhéroes los hay en todas partes y a cada rato. ¡Venga, dame un abrazo de despedida!

Se fundieron los dos amigos en un abrazo corto pero contundente, al estilo rudo y enérgico a como los dan los superhéroes. Luego el Hombre Araña se alejó caminando a paso decidido, repiqueteando en la acera con sus impolutos zapatos. El Capitán América lo escoltaba con la mirada, no fuera a reclamar su ayuda en cualquier momento, como en los viejos tiempos. Cuando ya por fin el Hombre Araña dobló la esquina y lo perdió de vista, el Capitán América retomó su ser, el de un viejo y esmerado limpiabotas que, a ratos, para combatir el aburrimiento, silbaba sones cubanos...

Comentarios

  1. Vaya! Hasta los superhéroes envejecen! Has hecho que me dé cuenta de que viven con edad congelada en mi cabeza.
    Tengo un amigo que dice que con los años te vuelves como realmente eres/eras de niño. Pero me parece que es sumamente gráfico el resumen que hace Peter "con los años, o te vuelves un cascarrabias, o todo te resbala"
    Un placer leerte, como siempre. Un abrazo

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    1. El tiempo pasa para todos, sí, pero supongo que preferimos más recrear la juventud. Un abrazo, Loles.

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