El presunto muerto

Pies de un muerto en la morgue
Foto por José Martins

—Está muerto —dictaminó el ayudante—. Encefalograma plano, casi seguro. No hay nada que hacer. Ningún dios vendrá a resucitarlo, una lástima. Ha muerto.

—¿Usted cree?

El nuevo adjunto del ayudante albergaba alguna esperanza de que el muerto, o más bien el presunto muerto, mantuviera todavía algún aliento de vida. Pero el ayudante, que tenía más rango y experiencia en el oficio, creía estar en lo cierto. Para cerciorarse más en su convicción, tomó la muñeca del supuesto cadáver.

—Yo creo de que sí. De que sí está muerto, me refiero. Al menos, no tiene pulso. Está más frío que caliente. O cuanto menos, lo noto destemplado.

—La muerte, dicen que es como un carámbano de fría.

—O como un helado de leche merengada, pero con mal sabor. Ande, alcánceme una sábana, para que cubra a este desgraciado.

El novel adjunto volvió a dudar.

—¿Para qué quiere cubrirlo, si ya no se va a constipar?

—Es el protocolo.

—¡Ah!

Obedeció el adjunto las órdenes que le daba el ayudante, y eso que no sabía ni por dónde empezar a buscar la sábana. Eran los dos hombres de mediana edad, y, aunque voluminosos, pareciera que al adjunto lo hubieran fabricado como a una escala más reducida de su superior. Bastante más pequeña, pues, en comparación, el ayudante era muy alto, grande como un oso pardo puesto en pie. Además, el ayudante tenía el aspecto de un hombre cuidadoso y aseado, mientras que el desaliño del adjunto no pasaba desapercibido para nadie. Llevaba este último la bata blanca de trabajo coja, con los botones desparejados respecto a sus correspondientes ojales. Además, unos cuantos lamparones y salpicaduras adornaban su bata, y eso que apenas llevaba tres días y medio en el puesto. Mientras buscaba en balde las sábanas, lo observaba el ayudante desde por encima de sus lentes de ver de cerca. No sabía si le daba más sensación de desamparo el adjunto o el muerto.

—Busque en los cajones de arriba. Ahí seguro que encuentra alguna sábana.

—¡Ah!

Abrió el adjunto uno de los cajones superiores del armario. Efectivamente, ahí encontró una pila de sábanas de inmaculado blanco, cuidadosamente dobladas y ordenadas. Agarró una y se la pasó al ayudante.

—Ahí tiene.

—Ande, ayúdeme. Tome la sábana por una punta.

—¡Ah!

Le extrañó al ayudante ver, en la sábana, una mancha desleída, como un borrón difuso. Era el rastro que acababa de dejar el adjunto al tomarla, con sus dedos algo pringosos.

—Pues una pena que haya muerto —se lamentó el adjunto—, con las ocurrencias que se le ocurrían.

—No crea. Hacía mucho que se venía repitiendo, según dicen. Además, todos hemos de morirnos algún día, Benito. La muerte, amén de inextricable, inexorable es.

Le había dado por ponerse filosófico al ayudante. Le sucedía siempre, que los pensamientos le nacían como medio profundos, cuando tenía a un presunto muerto delante. Benito, que no había entendido una palabra de lo último que le había dicho, prefirió disimular.

—¡Ah!

—Por eso hemos de vivir la vida como si en ello nos fuera la vida. ¡Carpe diem, Benito, carpe diem!

Se repetía también el ayudante. Pero su adjunto, si lo advirtió, no se lo hizo notar. No comentó nada esta vez. La ausencia de palabras condujo al ayudante hacia una especie de trance interior y reflexivo, que lo dejó arrobado, como siempre le sucedía, en la contemplación del cuerpo yacente que tenía al lado.

—¿Y si no estuviera muerto el muerto? —dijo Benito, sacando al ayudante de sus pensamientos trágicos.

Miró, algo contrariado, el ayudante a su adjunto, y lanzó un hondo suspiro al nada acogedor ambiente de la sala. Le daba una enorme pereza tener que explicarle todo al nuevo, cada pormenor del oficio.

—Permítame una pregunta, Benito. ¿Por qué escogió este trabajo?

—No sé... Como me lo ofrecieron en la oficina del paro, y llevaba tanto tiempo sin encontrar nada... No iba a decir que no.

—Ya. A ver, cómo se lo explico... Le repito lo que le dije antes: el muerto se repetía demasiado. Nada nuevo e interesante era capaz de escribir ya, según comentan los que le leyeron alguna vez. Todos los argumentos repetidos, siempre la misma vaina y, lo que es peor, por lo visto ni siquiera le ponía ya ninguna pasión a lo que hacía. Todo eso, para un escritor, es mucho peor que estar muerto.

—¿Era escritor?

—Eso decía: que era escritor, en sus ratos muertos.

—¿No vivía de ello?

—¡Qué iba a vivir!... Un aficionado.

—¡Ah!

—Pero eso a nosotros, no nos importa. Nos ha de dar igual, lo que hiciera o dejase de hacer con su vida, así como que esté vivo o esté muerto. Por nuestra parte, ya hemos cumplido con nuestro trabajo.

—Claro.

Volvieron a quedarse otro instante en silencio, cada cual con sus pensamientos. Hasta que el ayudante salió de su ensimismamiento.

—¿Es usted, Benito, de esos que presumen de leer muchos libros?

—¿Yo? No. Nunca leo.

—Me lo imaginaba. Yo tampoco. Si total, nos vamos a morir igual. Todo lo que aprendamos, se va a perder para siempre.

—Ya.

—¡Venga, Benito, vamos a lavarnos las manos, que ya va siendo hora de irnos a comer!

—Por mí no hace falta. Ya me las lavo, si eso, cuando llegue a casa.

Repiqueteaba en la pila el chorro de agua que caía del grifo, mientras el ayudante se frotaba las manos con jabón. De espaldas a él, era Benito el que contemplaba ahora, embobado y con una pena sincera, el montículo blanco e informe de la sábana. Todavía no se había apoderado de su carácter, la indolencia propia de su nuevo oficio. Cesó por fin el repiqueteo del agua sobre la pila.

—¡Apague la luz, y vámonos! ¡Menuda siesta me voy a echar esta tarde! ¡Carpe diem, Benito, carpe diem!...

Bajo la sábana, se hizo de pronto aún más de noche. El muerto escuchó con nitidez los pasos de la pareja alejándose. No abrió los ojos, hasta que estimó que esos dos debían estar bien lejos, y que no regresarían, al menos por hoy. Sólo entonces se quitó de encima la sábana, y se incorporó sobre la camilla en que habían estado reposando sus supuestos restos mortales. Giró 90 grados y dejó caer las piernas en dirección al suelo, que, sin llegar a tocarlo, quedaron oscilando como un péndulo desganado de hipnotizador.

Desde su posición de sentado, achicó los ojos el presunto muerto, para percibir mejor los objetos en la penumbra. Una tenue luz se colaba sin permiso por la puerta entreabierta. Pudo intuir, a lo largo de una de las paredes de la sala, una larga encimera corrida, con puertas y cajones dispuestos en su parte inferior. Sobre la encimera, algún aparato y diversos objetos que ni veía bien, ni sabía para qué servían. Que pudiera ver todo aquello, o cuanto menos intuirlo, era indicio suficiente de que él no estaba muerto.

—¡ESTOY VIVO! —gritó a las cuatro paredes que le rodeaban.

Los azulejos blancos y brillantes, grises y opacados por la oscuridad, se le quedaron mirando con una perplejidad inmutable, como de pared o de roca. Bastó ese conjunto de miradas cuadriculadas y vacías, esa ausencia de palabras, para que cayera en la cuenta de su mortecina realidad: tal vez no estuviera él del todo muerto, pero como si lo estuviera. El ayudante, con sus palabras, había puesto un poco de luz en su penumbra interior. Ahora, por fin, lo comprendía todo...

Desalentado, el presunto cadáver volvió a tumbarse en la camilla, a ver si en esa postura de muerto se le reanimaba el espíritu, y, sobre todo, la necesidad vital de escribir. Estaba dispuesto a quedarse así, en esa pose pensante, toda la noche, para ver si alguna una idea novedosa venía a resucitarlo, o siquiera se le acrecentaban los sentidos y lograba advertir alguna china minúscula en su zapato, que le apretara y le resucitara las ganas de contar su nimio malestar.

Como enseguida se sintió solo, en esa sala tan desangelada y fría, volvió a cubrirse con la sábana. Ese truco mínimo le había servido cuando era un niño, para reconfortarse en momentos de desamparo máximo. Y bajo la sábana, pensaba y pensaba en la sala vacía, aunque, por el momento, no se le ocurría nada que mereciera la pena ser contado...

A la mañana siguiente, en cuanto el ayudante entró a trabajar, su encargado le notificó que el adjunto no vendría a trabajar.

—Ni hoy, ni nunca más. Benito ha renunciado.

—¡Vaya! —se lamentó el ayudante—. ¡Siempre la misma vaina! 

Sobre la camilla, tampoco encontró el ayudante el bulto blanco. Bajo la sábana, sólo quedaba el eco de un cuento acerca de un presunto muerto, nada más...

Comentarios

  1. Vaya! Se inspiró el presunto?
    Me gusta esta parte especialmente: "Los azulejos blancos y brillantes, grises y opacados por la oscuridad, se le quedaron mirando con una perplejidad inmutable, como de pared o de roca."
    El resto me ha hecho reír. Me gusta pasarme por aquí.
    Un abrazo Miguel

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    Respuestas
    1. Por cierto, el enlace de Twitter no funciona bien

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    2. Gracias Loles. Esta vez me costó llegar a fin de mes, es decir, escribir una historia antes de que finalizase el mes, que es el objetivo mínimo que tengo respecto a estas mis letras. Y como no sabía de qué escribir (ni ganas tenía), decidí contar mi propio drama de escritor muerto y sin espíritu. Me resulta curioso que, por más que intente hacer un drama, termina haciendo gracia. Será por el payaso que llevo dentro.

      Queda pendiente pasarme por tu blog, que disfruto de tu sencillez y buen hacer de palabra.

      Gracias por el aviso del enlace de Twitter. Ya lo he cambiado. Un abrazo, Loles.

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