La seriedad de Lili, y los monos esclavos

Esculturas de Yue Minjun: hombres sonrientes, con las manos echadas a la cabeza
Esculturas de Yue Minjun. Foto por Paul Stevenson

A menudo el Alberto me pone de los nervios. Cada día me arrepiento más, de haberle llamado para este trabajo de los sábados. Pero bueno; al fin y al cabo somos amigos desde hace bastante tiempo. Nos conocemos desde el primer año del insti, y, aunque en este curro nos pagan una mierda, al menos algo es, para nuestros gastos. No voy a invitarle yo todo el tiempo, al Alberto, cuando salimos por ahí, los fines de semana.

—Llegas tarde. Todos los sábados llegas tarde, cabrón —le dije.

—Jo, tío; es que tenía mazo sueño. Para un día que puedo dormir un poco más...

—¡No puedes dormir un poco más! ¡Hace más de media hora que estoy aquí, esperándote como un idiota! Y ni siquiera me coges el móvil, ni me mandas un whatsapp para decirme que vas a llegar tarde, ni nada. Ya verás como al final el chino se mosquea, y no nos vuelve a llamar.

El chino es nuestro jefe, o eso se supone. Digo se supone, porque nunca se sabe si un chino es realmente el dueño de su negocio, o trabaja para otro chino más importante. El caso es que esté contento, el señor Chuang, o Xuang, o como se pronuncie su nombre —él nos dice que le llamemos Juan, pero entre nosotros le decimos el chino—, para que siga teniéndonos en cuenta, cada sábado, en lo de echarle una mano en las tareas del almacén.

Es una nave enorme, la suya, de venta al por mayor, a la que acuden a comprar los dueños de los bazares chinos de medio Madrid (que tampoco se puede saber si son los verdaderos dueños de sus tiendas). Si conseguimos este trabajito fue gracias a Lili, la sobrina del jefe, que fue quien me contó que su tío andaba buscando refuerzos para el sábado por la mañana, que es cuando más lío tiene. Por las tardes, después del instituto, coincido con Lili en el conservatorio, en guitarra. Nos llevamos bastante bien. Es más, yo creo que le molo un poco, más bien bastante, pero aún no me he decidido a ir más allá.

—¡Vosotlos llega talde! —nos reclamó el tío de Lili, nada más vernos —Siemple talde.

—Ya, ya, perdona, Juan. Es que aquí éste, el colega, se ha quedado dormido.

—Tú mucho quiele dolmil, y poco tlabajal —le recriminó el chino al Alberto.

Pero al Alberto parece que todo se la suda. O quizá no tanto:

—Para qué le tienes que decir nada al chino, de si me quedo dormido o me dejo de quedar —se quejó luego, cuando el chino no estaba delante.

Pero no me iba a comer yo el marrón, por su culpa. Por lo menos, que le quedase bien claro al chino que, si no estábamos a la hora, era por culpa del Alberto. Tal vez así tendría yo alguna oportunidad de continuar en este curro, si al final se hartaba de nuestra impuntualidad. Además, por nada del mundo quiero yo quedar mal con Lili. ¿Realmente será su tío el dueño de todo aquello? Si lo es, debe estar bien forrado... No aparenta ser rico para nada; más bien, parece uno más de los empleados chinos que trabajan para él. La única diferencia es que el tío de Lili da las órdenes, y los otros obedecen.

—¡Además, qué le importa al chino la hora en que empecemos a trabajar!

Ahí tenía razón el Alberto, ya que el jefe nos pagaba por tarea realizada, con independencia de lo que tardásemos en realizarla.

—No sé, tío. Si el chino dice que estemos aquí a las 10, pues estamos a las 10, y punto —le dije a mi colega, sin ningún convencimiento.

Antes de empezar, el chino siempre nos explicaba la tarea que nos tocaba realizar ese sábado. A veces nos llevaba un poco más de tiempo terminarla, y otras un poco menos. Pero, como digo, daba igual lo que tardásemos, pues nos pagaba siempre la misma miseria: 30 euros, a cada uno. En cualquier caso, la tarea nunca nos solía llevar más de 4 horas.

Aquella vez, nos explicó el chino que teníamos que acercar, con la carretilla, unas cajas hasta donde estaba la báscula, en la otra punta del almacén. Esa tarea, la más pesada, se la endiñó al Alberto.

—¡Qué hijo de puta, el chino! Todo por tu culpa; por ser un bocazas, es que me está cogiendo manía.

Yo qué culpa tenía, de que el tío de Lili tuviera más confianza en mí. A mí me encargó la misión de ir comprobando si el peso de cada caja coincidía con el que estimaba que debía de pesar. Dentro de esas cajas, habían otras cajas más pequeñas. En el interior de cada una de éstas, se encontraban once figuritas de soldados chinos, de esas que son como de piedra o barro cocido, rebozadas en polvo, para que den el pego de que son antiguas. Un equipo de fútbol completo, formaban los once soldaditos chinos de cada caja, cada uno envuelto en su correspondiente plástico de burbujas, para que no se machacasen, unos contra otros, durante el transporte.

Mi tarea también consistía en revisar, un poco por encima, que las figuras no venían rotas. Por último, de cada lote de once soldados tenía que tomar uno y traspasarlo a otra caja similar. Es decir, que por cada 10 cajas pequeñas de soldados chinos, el tío de Lili lograba armar otra caja, un nuevo escuadrón, pero formado ahora por 10 soldados. ¡Anda que no sabe de negocios, el puto chino! Una vez completada mi misión, volvía a guardar las cajas pequeñas dentro de las grandes. Tras precintarlas con cinta de embalar, el Alberto las devolvía a su sitio, en la otra punta de la nave.

—¡No entiendo por qué tanto viaje con las cajas, de un lado a otro de la nave! —se quejó el Alberto, ya en el primer viaje que dio con la carretilla.

—¿Pero no ves que aquella parte del almacén está tan petada, que no hay sitio para organizar nada? ¡Anda, deja de quejarte de una vez, y vamos al lío!

—¡Claro, como a ti te ha tocado el trabajo fácil!...

Me daba el coñazo el Alberto, además, con que si el chino me prefería a mí era porque yo era amigo de su sobrina. Un auténtico pesado, mi colega...

Ya metidos en faena, el chino se pasaba de vez en cuando por donde yo estaba, para supervisar que todo iba bien.

—Sin problemas —le indicaba yo con el pulgar hacia arriba, sin dar lugar a que él me preguntara.

Cuando conocí a Lili por primera vez, en el conservatorio, me pareció muy reservada, seria, y algo estirada. Lo cierto es que lo era, sí, muy estirada. Nos miraba a los demás alumnos un poco como por encima. Supongo que con razón, ya que nadie está a su nivel, es la que mejor técnica demuestra con la guitarra. Al finalizar la clase coincido con ella en el autobús, pero al principio hacíamos como si no nos conociéramos de nada. Hasta que un día me animé a acercarme a ella y hacerle un comentario:

—Tocas muy bien. Pero, espero que no te moleste lo que te voy a decir: te falta ponerle un poco de sentimiento. 

Lili me miró todo ceñuda.

—No te entiendo. No sé qué me quieres decir.

—Pues... no sé cómo explicarlo. Que a veces, tengo la sensación, o eso me parece, de que tocas la guitarra un poco como robóticamente. ¿Me explico?

No respondió nada, Lili. Simplemente me miró, tan seria como tras mi primera observación. De inmediato esquivó definitivamente mi mirada. Por mi parte, me quedé ahí, sin saber a qué parte del autobús mirar ni qué decir, con mi media sonrisa de gilipollas.

—¡Pero digo yo!: ¿por qué no adiestrarán a los animales para que hagan el trabajo de los humanos? —fue la ocurrencia con que me vino el Alberto, tras el enésimo de aquellos viajes de ida y vuelta con las cajas.

—¡Sí, no te jode, para que piloten los aviones! —fue lo único que se me ocurrió responderle, ante la gran chorrada que acababa de decir.

—No me refiero a ese tipo de tareas complejas. Pero por ejemplo, los trabajos simples los podrían hacer sin problema los animales: llevar la carretilla en las obras, recolectar la fruta, barrer el suelo en las calles...

—¿Barrer el suelo?

—Sí, ¿por qué no? Yo creo que los monos, si les enseñas con paciencia a manejar el escobón y la pala, pueden barrer las aceras perfectamente.

—No digas gilipolleces, brother, y tira de vuelta con la carretilla, que a este paso no terminamos en toda la mañana.

Supongo que lo de inventarse paridas a cada rato, era la manera del Alberto para escaquearse por momentos del trabajo.

—No son gilipolleces. No me digas que ciertos trabajos, como el que estoy haciendo yo ahora con la carretilla, no podría hacerlo un chimpancé lo suficientemente entrenado. Ya verás; llegará el día en que tendrás que darme la razón.

—¡Seguro! Y entonces pagarán al chimpancé, en lugar de a ti.

Una expresión, mezcla de sorpresa y pesar, se le pintó al Alberto en todo su careto. Agarró la carretilla por el asa y prosiguió con su tarea. Ya no pude dejar de verlo, durante el resto de la mañana, como un primate apesadumbrado, mientras acarreaba, de aquí para allá, todo aquel montón de cajas. Sólo le faltaba la argolla en el cuello, para ser un monito esclavo, y al chino detrás, amenazándolo con un palo.

—¡Yo también tengo sentimientos, aunque no lo creas! —me abordó, directamente Lili, cuando esperábamos al autobús, la siguiente vez que coincidimos tras la clase de guitarra.

—Oye, no se trata de que a los humanos nos dejen de pagar el sueldo, en el hipotético caso de que algún día nuestro trabajo lo hagan los animales— insistió el Alberto con su turra, a la vuelta del siguiente porte—. Ellos trabajan, y nosotros a disfrutar de la vida.

—Ya, eso vas y se lo explicas a los defensores de los animales.

Un poco más tarde, llamé al jefe, porque algo no me cuadraba en la última caja que acababa de pesar. Tras hacer una breve revisión de la báscula, el chino se convenció, por sí mismo, de que era cierto lo que le estaba contando: que aquella caja pesaba menos de lo que se suponía que debía pesar. El tío de Lili abrió la caja, para comprobar si la cantidad de mercancía que contenía era la correcta. Contó el número de cajas pequeñas: el número era el correcto. Luego abrió, al azar, una de aquellas pequeñas cajas. Para nuestra sorpresa, contenía sólo diez soldados chinos, en vez de los once que cabía esperar. Lo mismo sucedía en el resto de cajas pequeñas.

El chino lanzó un grito en su idioma, que retronó por todo el cielo de chapa de la nave, cada pasillo y cada estante. Ni él, ni yo, entendíamos qué estaba sucediendo. Al que parecía importarle un pimiento lo que pasaba era al Alberto, que allí, plantado de brazos cruzados junto a la carretilla, nos miraba con su cara de aburrimiento. El chino le ordenó que colocase sobre la báscula otra de las cajas grandes, de las que acababa de traer en el último porte. Lo mismo sucedía: pesaba menos de lo que correspondía. La misma comprobación hizo el chino con cada una de aquellas cajas, y en todos los casos sucedía lo mismo: todas pesaban menos de lo debido. Entonces el jefe, cayó en la cuenta de lo que podía estar sucediendo: probablemente, el subnormal del Alberto, en su último porte, había traído un lote de cajas que ya habían sido revisadas y preparadas por mí. Me pidió cuentas el chino sobre el número de cajas que ya estaban listas. Miré el papel en el que iba haciendo las anotaciones. Sus sospechas se confirmaron: por lo visto, ya habíamos completado toda la tarea de aquella mañana, y el imbécil de mi colega seguía dando viajes a lo tonto.

El tío de Lili miró furioso al Alberto, y unas palabras en chino le dedicó, ininteligibles para nosotros. Sacó del bolsillo de su pantalón un buen fajo de billetes:

—¡Lecogel todo esto, y esas cajas tú devuelves a su lugal! Aquí tenel vuestlo dinelo. ¡Y no quielo volvel a velos pol aquí nunca más!

—¿De verdad, que tienes sentimientos? —le dije a Lili, en la parada del autobús—. Pues nunca te he visto sonreír.

A ella debió hacerle bastante gracia mi comentario, por la cara que puso. Se podría decir que fue a partir de ese momento, cuando empezamos a ser amigos.

Ya luego, durante la tarde de aquel sábado, Lili no paraba de reírse, mientras le explicaba todo aquel lío que había armado el Alberto, y lo cabreado que se había quedado su tío.

—Se hizo la picha un lío, el Alberto, entre el montón de cajas que iba tomando y volvía a dejar en el mismo sitio. Y el subnormal, empeñado en que ese trabajo era tan fácil que lo podría hacer hasta un mono...

No se le borraba a Lili la sonrisa de la cara, aquella tarde. No es tan seria, como parece a primera vista.

—Normal, que mi tío no os quiera volver a ver.

Y cuanto más se reía, más se le achinaban los ojos, a Lili, según le iba contando cada ocurrencia del Alberto.

—¿Entonces qué? —me había preguntado el Alberto al final de la mañana, cuando ya salíamos por la puerta de la nave—. ¿Quedamos esta tarde en el parque, donde siempre, para festejar que por fin nos hemos librado de esta mierda de curro?

—Hoy no puedo —le dije—. He quedado con Lili.

—¿Con la china del conservatorio?

Le hice un gesto afirmativo con la cabeza.

—Hemos quedado en su casa, para repasar unas partituras.

Y aquella misma tarde, después de reírnos un buen rato a costa del Alberto, Lili me dejó bien claro que también sabía ponerle sentimiento, a lo de tocar la guitarra, y a otras historias...

Comentarios

  1. Parece que a Lili le hacía falta reírse un buen rato.
    Pobre Alberto! No es de los que rinden más bajo presión, jjjj
    Qué bueno!
    Un abrazo Miguel.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, Alberto supongo que es un poco como yo mismo: ver inconvenientes por todas partes, para así tener excusas de afrontar la tarea. Y Lili, bueno: es que se toma en serio las cosas, pero en el fondo sí es divertida.

      Gracias por pasarte y comentar. Ya va siendo hora, que te devuelva la visita. Seguro que habrás escrito algo interesante. Un abrazo, Loles.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares