Un médico rural en París

Renault 4 de color rojo pasión, con dos novios sentados en un banco mirando las aguas de un lago
Foto por Pom'

—Para la tos, pastillas del doctor Amorós. Para la morriña, grajeas de cocaína, que si no curan el dolor, al menos ahuyentan el mal de amor. Para el dolor, lo mejor es una infusión de resignación: del todo no te consolará, pero lo agradecerán los demás. Y para las adicciones, pastillas a montones: tomadas a troche y moche, ayudan a dormir de noche. 

Se ríe la enfermera adjunta con el recetario particular del médico, mientras termina este de meter sus cosas en su maletín. Aún le quedan por delante un par de visitas externas en dos pueblos cercanos.

—Bueno, pues me marcho. Mañana la veo.

—Hasta mañana, Fermín.

Se atusa el mostacho Fermín, y esconde bajo su gorra, de estilo maoísta, el rodal de calva que, allá por la coronilla, asoma como el cráter pelón de un volcán nevado. Luego sale por la puerta y cierra con llave. La enfermera saldrá por la adyacente, eso sí, cuando acabe su turno. Dos señoras esperan aún en la sala de espera (dónde si no). Tan entretenidas andan en su conversación, que ven marchar al médico por el pasillo sin reaccionar a darle el alto. Se interrogan ahora, con la mirada, si tendrá sentido seguir ahí sentadas el resto de la tarde, con los culos pegados a sus respectivas sillas. De momento, deciden continuar, como si nada, con el hilo de su animosa charla.

No es sino hasta el quinto intento que el médico rural acierta a arrancar su Renault 4, un cuatro latas de color rojo pasión. Se enciende un puro y baja la ventanilla. Con las dos primeras caladas, hondas como un recuerdo nostálgico, evoca a la parienta: ya no está ahí para recriminarle lo del humo denso, que si miga que todo apesta, pog Dios, Fegmín, y encima paguece que tetiajega sin cuidado poneg el suelo y las butacas pegdidas de cenizas; anda y baja pog lo menos la ventanilla y échalas pog la ventana. Piensa Fermín que la debió matar a disgustos, a su pulcra esposa, déjame en paz y no me calientes la cabeza, Madeleine, ¡olalá!, miga que egues cabesón, que no sé ni cómo te cabe la goga en esa cabesota que tienes, en fin, c'est la vie... Desde que enviudó no se desacostumbra Fermín a no dejar de bajar la ventanilla cada vez que se monta en el cuatro latas. Si le viera ella ahora, con esa chaqueta llena de arrugas y lamparones, menudo rapapolvos que le caería encima...

Ya está viejo el cuatro latas, tanto como él. Pero por nada del mundo se separaría de su fiel compadre. Ahí continúan los dos en la brecha, siempre juntos, rodando por la vida y por esas carreteras secundarias de la provincia de Burgos.

Apenas unos pocos kilómetros recorridos y ya toca hacer un par de paradas técnicas, que a ciertas edades hay que cuidarse: una para echar gasolina, y otra para repostar un poco de entusiasmo, lo segundo en un bar de carretera que lo único que tiene de luminoso es el rótulo de neón de la fachada: «Los Mares del Sur». A fin de cuentas, los pacientes pueden esperar. No se van a escapar, que en sus casas andan, cómodamente tumbados en la cama o viendo la tele desde el tresillo. Apaga el médico el puro en el cenicero, y deja ahí mismo lo que le queda para después.

—¡Buenas tardes, don Fermín! ¿Qué va a ser, lo de siempre?

Asiente el médico y el camarero le sirve lo de de siempre: un güisqui doble con un par de cubitos de hielo. Acomoda la espalda Fermín contra la barra para ver mejor el panorama, los codos encima del borde.

—Ya ve, nada nuevo.

—Ya veo.

—Aquí tiene, su güisqui.

Agarra el vaso el médico y ofrece un brindis a las únicas dos señoritas que, de momento, ponen algo de color y ambiente en el local. No hay nadie más allí, aparte del camarero y él. Las dos mujeres visten una especie de camisones ligeros y sexis, que ofrecen a los tristes fluorescentes la alegría de sus generosos bustos. Responden al médico con una sonrisa desencantada, y, como aquellas otras dos de la sala de espera, prosiguen, indiferentes, con su conversación. Otra mujer aparece por una puerta.

—Hooola cariño...

El médico sonríe con similar zalamería a la de la mujer. Pega un sorbo de güisqui y se relame el bigote con la punta de la lengua.

—Buenas tardes, guapa.

—No sabe cuánto me alegra que haya venido, doctor. Quería hacerle una consulta.

La mujer le cuenta al médico que siente una gran comezón en sus partes íntimas.

—Vaya, parece que esta tarde no va a haber manera de que pueda distraerme un poco. Espera, que voy al coche a por mi maletín.

Frunce el ceño lastimeramente, la mujer. El médico apura de un trago lo que le queda del güisqui; luego, sale del local en busca de sus herramientas.

No tarda en regresar Fermín.

—Mejor vamos dentro, para que te examine.

En una habitación mínima, el médico se dispone a explorar a la paciente. Deja la gorra sobre un catre mediano y saca una linterna del maletín, para contrarrestar la pobre iluminación.

—Échate en la cama y abre las piernas.

Tras el reconocimiento, el médico le dice a la paciente que no conviene que siga trabajando, al menos por una temporada.

—Ay cariño, eso no va a poder ser...

—Es un peligro que trabajes así, pero en fin, tú verás...

Luego el médico toma el recetario, y con un bolígrafo, que saca del bolsillo de la camisa, garabatea una receta.

—Esto tres veces al día, al menos hasta terminar la caja. Ya me pasaré por aquí otro día que me pille de camino, a ver qué tal vas.

Recoge Fermín sus utensilios, se vuelve a colocar la gorra y sale de la habitación. Recorre un corto pasillo y, por último, se encamina de nuevo hacia la barra.

—Anda, Lorenzo, ponme otro güiscazo.

El camarero sirve otro güisqui doble. El médico se toma su medicina en apenas dos tragos largos.

—Me voy, que tengo faena. Dime qué te debo.

—Hoy está usted invitado, don Fermín.

Agradece y se despide don Fermín con una ligera reverencia, llevando la mano a la visera de su gorra.

De nuevo está sentado el médico en el cuatro latas. Baja la ventanilla y revive el puro que dejó a medias. Esta vez, está de suerte: el cuatro latas arranca al tercer intento.

Avanzan los rojos camaradas por la carretera, inseparables. El horizonte oscurece, la tarde decae. El vehículo adolece de una febril tembladera, según va rodando por el firme irregular. Tras cada bache, pareciera que se fuera a descomponer, pero se rehace y prosigue decidido, en su trémulo transitar.

Cuando se termina el puro, arroja el médico la colilla por la ventana. Ninguna novedad en el paisaje, salvo un autoestopista apenumbrado en la margen derecha de la carretera, que alza la mano, pulgar en alto. Fermín, que anda con los sentidos ralentizados, lo pasa de largo. Luego frena en brusco. Acciona la palanca que nace del salpicadero y mete la marcha atrás, y retrocede hasta donde espera el autoestopista.

—Voy para Presencio, ¿te viene bien?

—En realidad para Mazuelo, pero si me acerca hasta el cruce se lo agradezco.

El médico mira su reloj de muñeca, el mismo que le sirve para tomar el pulso a los enfermos.

—No hay prisa —dice como para sí mismo—. ¡Venga, sube, que te acerco en un momento! Abre la puerta de atrás y echa el petate ahí, sobre el asiento.

El autoestopista deja su saca verde-militar donde le indican, y sube delante, junto al chófer.

—¿Qué, de permiso?

El autoestopista asiente. Es un joven flaco de pelo ralo, con pantalón vaquero y chaqueta a juego, sobre una camisa medio desabotonada en color beis, con rayas marrón oscuro. Reemprende la marcha Fermín, tan bruscamente como la detuvo. El joven empieza a arrepentirse de haber tomado el atajo del cuatro latas, más aún cuando advierte el aroma a alcohol que desprende el aliento del conductor.

—No sé cómo los jóvenes seguís haciendo la mili, pudiendo hoy día declararos objetores.

El joven se defiende. Explica que, a fin de cuentas, los objetores también tienen que realizar un año de prestación social sustitutoria.

—O sea, que el año perdido de juventud no os lo quita nadie... A mí, cuando me llegó el turno de incorporarme a filas no me vieron el pelo, no. Me escapé a Francia. Aquí me iba a quedar, sirviendo en un ejército fascista. Claro, que aquella era una época bien distinta a ésta...

El joven no replica. Se limita a escuchar a Fermín, y a agarrarse con determinación al asidero del techo. Fermín le cuenta que allá, en París, conoció a su mujer, hija de unos republicanos españoles que, tras la guerra, buscaron refugio en Francia.

—Un buen país para escapar de todo. Menos del amor, eso sí. ¿Has estado alguna vez en Francia?

—No. Apenas he salido de mi pueblo más que para lo de la mili.

—Deberías airearte, chaval, conocer mundo. ¿O es que tienes alguna novia esperándote, eh, ahí en el pueblo? —sonríe pícaro el médico.

—No, todavía no —dice con cierto aire apenado el joven.

—Pues no sé que haces perdiendo el tiempo en este lugar tan feo. ¡Anda y corre, antes de que seas demasiado viejo y ya no puedas escapar a ningún lado!

El doctor se queda callado un rato. Sus pensamientos se pierden más allá de donde alcanzan a iluminar los faros de su socio con ruedas. Ya todo está completamente oscuro. Abandona Fermín su arrobamiento cuando se da cuenta de que acaba de pasarse el desvío de Mazuelo.

—¡Coño, que me he pasao el cruce!

De nuevo pisa de un tirón el freno, hasta el fondo. Mete la marcha atrás, como rebobinando la reciente película hasta el desvío, y de un volantazo toma la nueva dirección. El joven se santigua por dentro.

—Allá en París estudié medicina. Soy médico, no te he dicho. Por alargar la estancia, nada más, fue que decidí estudiar una carrera. Total, si volvía a España me iban a trincar los de la policía militar...

Le entran ganas al médico de fumar.

—Anda, hazme el favor y mira ahí en la guantera, a ver si encuentras un paquete de Ducados.

El joven recluta acata la orden y rebusca en la guantera, algo tensionado y sin dejar de mirar a ratos la carretera, pues percibe que el chófer anda distraído con el tema del tabaco. Por fin encuentra la cajetilla.

—Toma, toma, sírvete tú uno y dame otro a mí.

El doctor se pone en la boca el cigarrillo que el joven le pasa. Se desentiende un instante del volante, mientras busca su mechero por algún bolsillo. El joven observa preocupado la cuneta, cada vez más próxima. Corrige Fermín de golpe la trayectoria del vehículo.

—¡Aquí estás, cabrón!

Ofrece primero fuego al recluta, mientras con la otra mano sujeta el volante. Menos mal que el joven no tiene flequillo, de tanto que le acerca el mechero a la punta de la nariz. Tras encenderle el cigarrillo se lo enciende él. Luego arroja el encendedor sobre el salpicadero.

—Una lástima que no me queden más puros —miente el doctor—. Si no, te había invitado a uno.

—No se preocupe, no fumo puros.

—¿Qué eres, de por aquí?

—Sí, del mismo Mazuelo. Voy adonde mis padres.

—¡Pobre desgraciado, que no has conocido mundo!... Pues fue ahí, estudiando en la universidad, allá en París, donde conocí a mi mujer. Ella estudiaba para maestra. Tiempos de mucha movida en la universidad, ideales para ligar. Cuando terminamos los estudios y nos casamos, se empeñó en que viniéramos para España, al lugar de donde eran sus padres, vamos. Una desgracia, haberla hecho caso, con lo bien que estábamos bien lejos de aquí.

Siente curiosidad el joven por saber cómo es que se vinieron a España, si andaban los del ejército buscando al doctor. Pero no tarda en aparecer el cartel con el nombre de su pueblo, justo a la entrada, junto a la carretera: «Mazuelo de Muñó».

—¡Ahí lo tienes, tu pueblo! Oye, ¿tendréis bar aquí, no, para que podamos echarnos un par de cervezas? ¡Venga, que invito yo!

El joven declina la invitación: es demasiado tarde y está deseando llegar a casa. Pero el doctor insiste:

—¡Hombre, no me hagas ese feo! Favor se paga con favor. Si yo te he traído hasta aquí, al menos déjame que te invite a una cerveza.

Al final al joven no le queda más remedio que acompañar a ese recién conocido tan empeñado en ser amable.

Ya en el bar, el doctor pide al camarero que le cambie un billete en monedas, para llamar por teléfono. Pega un trago directamente de su botellín, y después saca de un bolsillo un papel en el que tiene anotadas las direcciones y teléfonos de los dos pacientes que le quedan por visitar.

—Un momento, ahora vengo —se disculpa con el joven.

Descuelga el teléfono y marca el primero de los números.

—¿Florencia Martínez? Hola, buenas noches. Mire, soy el doctor Amorós, que iba de camino a su casa, para la visita médica. Al final me ha surgido un imprevisto con el coche. Se me ha averiado en mitad de la carretera, y me va a ser imposible llegar. 

El médico ahueca aún más su voz, ya honda de por sí, mientras improvisa su excusa. Aparenta interesarse por la salud de la enferma, y promete realizar sin falta la visita al día siguiente. Tras colgar, repite la escena de la llamada con el otro paciente.

Media hora más tarde, desde su banco junto a la barra, pide Fermín el cuarto botellín de la noche, uno para él y otro para el joven. El recluta anda inquieto y está deseando marcharse. Por si fuera poco, el camarero le aguijonea:

—¡Pero Marcial, ¿cómo que andas aquí con las horas que son, sin haber pasao primero a darle un beso a tu madre? ¡Anda y acércate pa' tu casa, a decirle por lo menos que ya has llegao!

—El último botellín y lo dejo ir —asegura, con la dicción embarrada, el médico al camarero—. Lo prometo.

El camarero quita las chapas a los dos botellines y repone, con unas cuantas patatas fritas, un cestillo del que solo toma el joven.

—Yo estaba muy enamorado, ¿sabes? Por eso dejamos París, tal y como ella quería. Y nos vinimos a vivir a este lugar tan aburrido...

La mirada del médico se enturbia y hace una con las lucecitas felices y parpadeantes de la máquina tragaperras.

—¿Y cómo es que se vinieron, si le andaban buscando a usted, por lo del servicio militar?

El médico sale entonces de su ensimismamiento y mira fijamente al joven. Bebe su enésimo trago antes de responder:

—Ya veo que eres un muchacho listo —sonríe el doctor desde debajo de su gran mostacho, mientras da unas palmaditas en la cara de su ingenuo interlocutor.

El joven recluta no sabe cómo tomarse el cumplido del doctor. Entonces Fermín, como entrando en una especie de trance, mira a la nada, hasta que por fin se sincera:

—En realidad, fue ella la que lo dejó todo y se vino a vivir conmigo aquí. Yo quería estar cerca de mis padres, ya ves, aquí, en la nada. Más que otra cosa me daba miedo dejarlo todo y aventurarme en un país del que no conocía ni siquiera el idioma.

—¿Pero si no entendía el francés, como es que pudo estudiar en la universidad?

Apura el último trago de cerveza el médico y le habla al camarero:

—Jefe, dígame qué se le debe. Lo del joven y lo mío, invito yo.

—¿Y qué pasó con el Ejército? ¿Lo detuvieron cuando regresó?

El médico sonríe son sorna. 

—¡No hombre, no!... No me escapé de ningún sitio. Tampoco estudié en París, sino en Salamanca. Ha sido una pequeña mentirijilla. Por poner un poco de literatura en la historia, ya sabes...

Fermín coge la nota que le extiende el camarero y va pagando la cuenta.

—Cóbrese y quédese con el cambio.

—Gracias.

—Dos años de mili que me tragué, en Cartagena, en la Infantería de Marina. Fue allí donde en realidad conocí a mi esposa. Bajaba todos los años desde Francia con sus padres, a veranear en la costa de Murcia.

El joven se echa el petate a la espalda: por fin ve cumplido su deseo de abandonar el bar. Afuera, en la puerta, aún continúa el médico con su historia:

—Al menos la larga mili me sirvió para estar dos veranos cerca de ella.

—¿Y entonces, nunca fueron a París?

El médico ofrece un cigarrillo al joven, pero este no tiene ganas de fumar. Luego busca su mechero por los bolsillos.

—¡Siiií, hombre, cada año! Íbamos a visitar a sus padres. Y ahora, que pronto me iba a jubilar, pensábamos pasar largas temporadas allí, en la casa que le dejaron como herencia. Pero se me murió el año pasado. ¿Qué ridícula la muerte, verdad?

Fermín sigue sin encontrar el encendedor.

—¡Ah, París, la ciudad del amor!... ¿Conoces la canción Venecia sin ti, la de Charles Aznavour?

Fermín tararea, tan desafinadamente como cualquier borracho, el principio de la canción. El joven no entiende a vela de qué entierro saca ahora el médico el tema de Venecia.

—Me suena.

—Pues eso: que sin amor, pa' qué París. Mejor quedarse aquí en la vieja Castilla. Tierra sobria donde las haya, pero de buenos vinos. ¿Quieres que te acerque hasta tu casa?

—No hace falta. Vivo aquí al lado, a dos pasos.

—Pues nada, joven: un placer haberte conocido —ofrece su mano el médico.

—Igualmente —estrecha la mano del médico el joven.

Fermín se va para el cuatro latas. Le cuesta acertar con la llave en el bombín.

—¡Conduzca con cuidado!

—Descuida hombre, que estas carreteras me las conozco yo, como la palma de mi mano.

Esta vez el motor arranca al segundo intento, no está nada mal. Encuentra por fin el médico el encendedor, sobre el salpicadero. Se enciende el cigarrillo que lleva prendido en la boca. Baja la ventanilla y le extiende al joven la última receta de la noche.

—¡Y yo que tú, mandaba la mili a tomar por culo y me fugaba a París, a buscar una francesita!

En la primera calle, el cuatro latas gira a la derecha. El recluta lo pierde de vista, pero aún siente el traqueteo del motor durante un rato, según el vehículo se va alejando en la apacible noche. Luego, toma el joven una calle en dirección distinta a la que tomó el médico.

El trayecto hasta su casa es demasiado corto, como para que le dé tiempo suficiente de reflexionar sobre nada. Pero tras la cena en familia, frente a la nube de humo del cigarrillo que está fumando, ya en la cama y de cara el techo, no deja de darle vueltas a la prometedora idea que el médico le ha prendido en la cabeza. Fantasea con desertar y huir en busca de un lejano amor, para escribir las páginas de su propia y feliz historia...

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