Las ilusiones de Lisbeth
Foto por Hernán Piñera |
Recordaba Lisbeth ciertas calles y rincones de Orcasitas tal y como seguían siendo: a fin de cuentas, no había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había estado por allí, medio dando tumbos en la vida mientras se formaba, como administrativa contable, en un curso para desempleados que de poco le había servido. Todo parecía inmutable en la única zona del barrio que le era familiar, la que mediaba entre la estación de tren en que acababa de apearse, y la fundación en que por entonces realizó el curso: los altos bloques de ladrillo visto color natillas, con sus tejados de cemento y amianto que amenazaban grisura y cáncer; más abajo, en los muretes y pilares que sostenían aquellas torres, se podían ver las mismas firmas grafiteadas o unas muy parecidas. Seguían en su sitio las escaleras, y esas rampas serpenteantes que, como arterias enrevesadas, conectaban los diferentes niveles de los bloques, ofreciendo presunta accesibilidad. Continuaban ahí también, para todos las vecinas y vecinos, la frondosidad generosa de los plátanos de paseo, así como la amplitud de miras de las aceras y de los espacios interbloques, pero, sobre todo, de la vasta plaza de la Asociación. Menoscabado, eso sí, cualquier indicio de esplendor en la lontananza, por los cerros azarosos de hojas sin recoger sobre el pavimiento, o de latas vacías de cerveza abandonadas en los alcorques y jardineras.
Poco más de dos años habían transcurrido desde la última vez que Lisbeth había pisado aquel reducto obrero. Todo un tiempo, eso sí, de deriva económica para el país y para medio planeta, que no había logrado apagar por entero el bullir sosegado de la calle. La gente continuaba saliendo a media mañana a desayunar, o a comprar el pan u otros alimentos. O simplemente a darse un garbeo con algún colega jubilado, a dejar pasar el tiempo sin más, pues pocas novedades ni perspectivas se dibujaban en el horizonte. Sólo algún que otro grafiti colorista desafiaba al monótono paisaje de todos los días.
También estaban, formando parte del panorama rutinario, los que preferían tomar el sol y otras fuentes de vitaminas, en los pequeños reductos que, en su interior, conformaban los bloques. Charlaban por horas en aquellas especies de reservas indias, mientras compartían un peta, un trago, o unas pipas con los amigos de siempre. Eran esos jóvenes —y no tan jóvenes— que juntos experimentaron, en el mismo colegio, la vida despreocupada de la infancia, y que tiempo después, en el instituto, se fueron adentrando en la ignorancia y la edad adulta al ritmo sincopado de las pellas, siempre a contracorriente, mientras les iban penetrando, como aguja en vena, la enfermedad silenciosa de la incertidumbre.
Incertidumbre le sobraba a Lisbeth, incluso ya desde mucho antes de salir por patas de su añorada Venezuela. Metió entonces su vida en una maleta y se vino pa España, previa parada y fonda de año y medio en Quito, capital del Ecuador. Rayaba la ironía ahora tanto circunloquio y tanta vuelta, para ir a dar, si no al mismo punto, sí a uno muy parecido: el de tener que buscarse, a cada rato, la manera de ganarse el pan. Y es que, como reza el dicho venezolano, para alcanzar lo que se pretende «hay que echarle pichón». Ésa era su máxima, y la razón que la había traído de nuevo por aquellas tierras tan ajenas a su cotidianidad, con el fin de explorar si eran labrantío fértil para un negocio que se traía entre manos.
Tantas veces Lisbeth había escuchado a su abuela pronunciar la vieja recomendación de «sembrad y recogeréis», que al final se la debió creer, y por eso seguramente ahora sembraba el barrio de pequeños carteles publicitarios. Los había compuesto ella misma en su portátil, utilizando una versión pirata y obsoleta de Word que su esposo le ayudó a instalar cuando aquellos tiempos del cursillo de administradora contable. No había vuelto a utilizar el Word ni ningún otro conocimiento que aprendiera entonces, hasta hoy día en que la necesidad la empujaba a reinventarse, y colocar aquellos cartelitos tan monos por todas partes.
Los ponía en los muros, farolas, marquesinas de autobús, y todo lugar que considerase estratégico para su público objetivo. Que, por otra parte, era casi todo el mundo, pues estaba segura de que su oferta le iba a interesar a todo el que, como ella, anduviera sin empleo. Había escuchado, en algún telediario, que por aquellos andurriales abundaban los desempleados, o cuanto menos, no faltaba quien tuviera algún familiar necesitado de trabajo. Por eso confiaba tanto Lisbeth en el éxito de su campaña publicitaria.
Entraba también en las tiendas del barrio, a ver si los dueños le condecían permiso para colocar su propaganda en los escaparates y puertas de entrada. Con su amabilidad y deje venezolanos, le sobraba labia para seducir a los comerciantes, y convencerlos de que el mensaje de sus anuncios era poco menos que de utilidad pública.
Poco a poco, gracias a su buena disposición, iba aminorando Lisbeth la sufrida carga de carteles que llevaba en el bolso bandolera. Había ya empapelado el barrio con algo más de la mitad, cuando decidió hacer una pausa para entrar a tomarse un café en el Relaxing, la cafetería que solía frecuentar con sus compañeras del curso de contabilidad.
—Un café con leche y dos churros.
Apreciaba Lisbeth la gastronomía española en general, y los churros en particular. Si había había pedido sólo dos era por aquello de mantener a raya la línea. El típico chocolate a la taza le parecía, aparte de una bomba calórica, demasiado espeso y empalagoso. Por eso siempre combinaba los churros con un café con leche, al que añadía una pastillita de sacarina. Aunque, de haber existido la oferta, ni que decir tiene que hubiera preferido una más exótica combinación, como la de un jugo de guanábana con unos tequeños.
Lisbeth interpeló amigablemente al camarero que la estaba atendiendo, para ver si en la cafetería no tendrían el inconveniente de colocar uno de sus anuncios. El camarero, cuyo rostro le era conocido, le respondió que debía consultar antes al jefe. En el entretanto de la consulta, unos vecinos de mesa, que habían estado atentos a la petición de Lisbeth, sintieron curiosidad por la oferta de su publicidad.
—Es sobre unos cursos de formación —les aclaró Lisbeth—. Por sólo 50 euros puedes conseguir un trabajo para toda la vida.
El señor que había preguntado se mostró enseguida interesado por el tema de los cursos. Por la edad que aparentaba, debía ya estar jubilado. Le acompañaba su mujer.
—Pues igual a nuestro Juan le podría interesar ese curso —comentó la señora—. Guapa, ¿nos podrías dar uno de esos papelitos? Es que tenemos al nieto sin trabajo. El pobre se lo pasa to el día en la calle sin hacer nada, ahí medio perdiendo el tiempo con los amigotes.
Lisbeth cogió uno de los folletos y, señalando el texto con un bolígrafo, le explicó a la señora los detalles de la incomparable oferta: dentro del precio estaban incluidos los 8'85 euros de las tasas de examen, más el temario, una clase preparatoria, y la incómoda gestión que suponía la inscripción para la prueba en el Ayuntamiento de Leganés. Se ahorró los detalles irrelevantes, como que era ella quien se encargaba de realizar todo el papeleo, o de impartir la breve clase consistente en unas pocas indicaciones acerca del temario. Un temario, de dos páginas a doble cara, que también había compuesto ella misma, por supuesto que en Word, copiando y pegando tres o cuatro textos que había sacado de Internet.
—Tome mi amor; es para un puesto de auxiliar de instalaciones deportivas —aclaró Lisbeth, mientras le entregaba a la señora la publicidad.
—¡Anda, mira, qué bien! —dijo la señora tomando el folleto—. Creo que este trabajo le va a gustar mucho a nuestro Juan. Antes se lo pasaba to el día jugando al fúrbol, ¿sabe?, aunque ahora prefiere verlo por la tele.
—¡Toma, y a mí! —añadió el marido con tono castizo.
Luego el señor manifestó la seria duda de si su nieto sería capaz de aprobar prueba alguna, ya que precisamente el joven no era mucho de estudiar. Tampoco es que Lisbeth fuera a hipotecar toda su confianza en un desconocido, y mucho menos ante un argumento tan elocuente. Pero como no se trataba de su propia fe, sino de sembrar la esperanza en los corazones ajenos, con el ademán más simpático y convincente de su repertorio respondió:
—La prueba es tan sencilla que cualquiera la pasa. Para este tipo de puestos no piden gran cosa.
El hombre pareció satisfecho con la respuesta que Lisbeth le dio. Aseguró que, si era necesario, pagaría él mismo de su bolsillo los 50 euros para la inscripción del nieto, ya que sus padres andaban mal de dinero por estar también en paro.
—Si se apuntan los tres les hago descuento —improvisó Lisbeth.
Estaba el hombre sopesando si 150 euros, menos el descuento, le iban a suponer demasiado desfalco en su ajustada pensión, cuando el camarero regresó con la respuesta del jefe: le daba permiso a Lisbeth para colocar su publicidad en el local.
—Deme un par de carteles y ya nos encargamos nosotros de colocarlos, guapa.
Cuando Lisbeth apuró el último trago de su café con leche, ya había llegado a un acuerdo con el señor de la mesa vecina: de momento, el hombre sólo iba a apuntar en el curso al nieto; ya decidiría más tarde si subvencionaba también a sus demás parientes.
—¡Ni que fuera yo el gobierno —añadió—, para andar pagándole cursos a todo el mundo!
Abandonó Lisbeth la cafetería con el cuerpo y espíritu reconfortados, gracias, respectivamente, al desayuno y al primer candidato a matricularse en el curso. No obstante, aún le quedaba bastante misión por hacer.
Continuó pegando carteles por todas partes, a sabiendas de lo improbable que era conseguir una de aquellas únicas 15 plazas que ofrecía el Ayuntamiento de Leganés. Más improbable lo era aún para cualquiera de esos jóvenes que haraganeaban por las plazas a todas horas. Sin una firme preparación, o un buen padrino en el ayuntamiento, bien poco había que hacer. Pero a fin de cuentas, más que asegurar nada, Lisbeth ofrecía a toda esa gente lo que más necesitaba: una pizca de ilusión. Lo mismo, ni más ni menos, que la administración de loterías, y la misma cosa que le habían vendido a ella siempre, allá en su país, o después de emigrar. La fe y la ilusión eran los engranajes lubricados que, en todas partes, mantenían al ser humano en movimiento.
Mientras iba empapelando el barrio, igual que un hada madrina que escupiera bonitas palabras, Lisbeth hacía sus propios cálculos mentales: estimaba que podía sacar, como poco, unos 700 euros de beneficio, si lograba la inscripción de al menos 20 alumnos. Y eso, descontando ya todos los gastos: los de los viajes en tren a Orcasitas y Leganés, las inscripciones en el ayuntamiento, el alquiler del aula en que pensaba impartir el somero curso, y las fotocopias de carteles y temarios. Esperaba, cuanto menos, sacar el dinero para cubrir la inversión. Y no perdía la esperanza de hacerse rica.
También, gracias a la esperanza de alguna manera, había afianzado Lisbeth sus conocimientos de Word, en el momento en que decidió inscribirse en aquel dichoso curso de administrativa contable. Aunque, según iba aligerando ahora el peso de su bolso y haciendo sus cuentas, se preguntaba si no hubiera sido mejor haberse conformado con aprender a pelar papas, en ese otro curso de pinche de cocina que le recomendó su amiga Katty. De haber seguido los consejos de su pana, tal vez ahora estaría junto a ella en la costa mediterránea. Pues los hoteles siempre andan necesitados de personal que les eche una mano, en esos bufés libres con que atiborran a los huéspedes de frintanga y felicidad.
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