Úrsula y los gatos

Mujer sentada en el quicio de una ventana acariciando un gato mientras se toma un café.
Foto por Ben

A Úrsula no le gustan demasiado los gatos. En realidad, los detesta. Pero los gatos se le arriman y le maúllan lastimeramente. Cuando se pegan a su falda ella grita, para asustarlos. Pero los gatos ni se inmutan. Es un grito apagado el de Úrsula, más que por dentro, que sólo ella escucha. Los gatos, maúlla que te maúlla, y ella gritando y gritando para sus adentros. Le desespera a Úrsula la insensibilidad de los mininos para con sus sentimientos. Al final, no le cabe más remedio que echarles de comer. Sólo así logra apagar los maullidos, pero sobre todo, encender su silencio interior.

Del cubo de basura, coge cualquier cosa Úrsula para que los gatos la dejen en paz: unos huesos roídos de pollo, unas raspas de pescado... Pero los gatos, muy exquisitos, no se conforman con la miseria que les ofrece. Así que Úrsula, contrariada, abre una lata de fuagrás, o vierte un poco de leche en un platillo que para ellos tiene reservado. Se queda mirándolos mientras comen, despreciándolos en silencio, cada día más y más.

Sólo cuando los gatos han saciado su apetito desaparecen de su vista. Así son ellos: unos tremendos interesados. Es entonces cuando por fin Úrsula se pone a escribir sus poemas. Son unos versos que empiezan siendo deliciosos. Hasta que aparece una palabra que no encaja con la métrica ni el ritmo. Le apabulla como nada, también a Úrsula, no encontrar la palabra de certero significado. Se pone muy nerviosa, incluso más que con los maullidos de los gatos. Se devana los sesos por horas, buscando esa piedra que encaje perfecto en la mampostería que va construyendo. No es raro que aparezca entonces uno de los gatos en busca de mimos. Sobre todo Melquiades, el más sociable de los que viven a su costa. También el más egoísta. Le saca de quicio a Úrsula que se roce contra su pierna sin pedirle permiso, suplicándole mimos mientras ella trata de resolver esa palabra que no encuentra. Alza con una mano a Melquiades sobre su regazo, mientras con la otra le acaricia la cabeza. Se retuerce Úrsula de ira por dentro, mientras piensa en cómo diablos Melquiades, y los demás gatos, se las componen siempre para fastidiarla con cualquier tonta excusa.

Se mira en el espejo Úrsula y sólo ve a una poetisa fracasada. Por culpa de los gatos, claro. Le restan todo su tiempo, pero, sobre todo, la desconcentran. Y aun así, se resigna a convivir con ellos. Da por hecho que nadie ni nada es perfecto. Ni los gatos, ni sus versos, ni tampoco ella.

Sin consuelo, pone Úrsula a calentar café y mira lánguidamente por la ventana. Su imaginación se pierde persiguiendo la próxima poesía inacabada. Hasta que el pitido de la cafetera, o el maullido de uno de sus cinco gatos, vuelven a meterla en la realidad.

Comentarios

  1. ¡Qué bueno! Conozco a más de Úrsula que no entiende por qué carga con sus gatos.... Y alguna contraÚrsula, que adopta todos los de la calle mientras se queden en ella!
    Un abrazo Miguel

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    1. Gracias Loles. Así nos pasa un poco a todos en esta vida, siempre alimentando gatos o, a veces, tratando de que otros nos echen de comer, aunque sea unas miguitas. Un abrazo y gracias por pasarte.

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