Vida prosaica

Foto por Danny James Ford
La vida se me escapa como los días en feria. O, mejor diría aún, a la manera en que se extingue esa especie rara de las almas cándidas; ya casi ninguna queda, sin remolino ni doblez. Y no es que me importe, lo del camino ineludible hacia la muerte, pero no de esta manera, tan apartada de uno mismo. No, así no...

Mejor sería si el Gobierno institucionalizara una paguita para los obreros, por eso de ir contemplando nuestro ocaso sin más agobio que el de dejarse llevar... ¡Qué dura la vida de los trabajadores, y qué utópicos anhelos!... Ya apenas nos quedan minutos libres para ver, sin más, el giro monótono de las manecillas del reloj. La de vueltas y vueltas que habrán dado, y darán, esas agujas en torno al mismo círculo, las mismas que damos en la vida a los mismos temas, ya sea en las reuniones del trabajo o en las de la comunidad de vecinos. No cabe duda, no, de que uno se va directito al hoyo sin remedio y sin rodeos, y, las más de las veces, por la senda equivocada...

Siguiendo con el tema de las conversaciones que no llegan a ninguna parte: a nadie le deberían importar los asuntos propios de los demás. Y, sin embargo, casi siempre sucede todo lo contrario. A ver si me explico: que a la gran mayoría nos interesan —al menos a mí mucho— más las briznas de paja en las vidas ajenas que las vigas de acero en la nuestra. Esto es así desde largo y por costumbre, por mera envidia y afán de cotilleo. Comienza uno por fisgar la vida no propia, y termina pergeñando tamañas falacias que ni se vieron ni sucedieron. La maledicencia es un improvisado Quijote de andar por casa.

¡A ver si aprendemos de una vez, y nos centramos un poco en la buena expresión de nuestra propia zozobra! Deberían instaurar la pena de muerte para los murmuradores, o, cuanto menos, nos harían un gran favor si nos cortasen la lengua a los deslenguados. Inermes y mutilados, no nos quedaría más remedio que meternos a escribidores del lamento propio, o, dicho de otra manera, a poetas del desasosiego, al estilo de Pessoa.

Cuando a Lorca lo fueron a fusilar sintió una pena muy honda: la del poeta que no tiene a mano ni pluma ni papel para echarse unos versos, los del relato de su doloroso adiós. De aquella insondable pena un mal viento se hizo eco; no quisiera yo brisas aciagas que vengan a perturbarme ahora, ni aun en el último de mis segundos, cuando ande escribiendo el definitivo punto final...

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