Las noches nada sentimentales de Alice Brown

Chica leyendo, a la que sólo se le ven los ojos
Foto por Barney Moss
La lluvia desteñía de polvo los ventanales de la biblioteca municipal. La tarde de lunes se presentaba más melancólica que de costumbre, ante la mirada exigente de Virtudes y los vidrios impenetrables de sus gafas. Un trueno amortiguado por la distancia sacó a aquella empleada pública del ensimismamiento, devolviéndola a la monótona tarea de reponer los libros en sus estantes correspondientes. De camino, mientras empujaba su carrito, Virtudes regañó a dos adolescentes que no paraban de carcajearse y cuchichear. Escenificaban, con gestos sutiles y lascivos, las guarradas del protagonista de un manga no apto para menores.

Le sacaba de quicio a Virtudes aquella actitud irreverente de los adolescentes, y más en un lugar tan solemne y que sentía tan propio. Sería porque pertenecía al gremio de esas mujeres desencantadas en que ha expirado toda ilusión, y más que ninguna otra la de alcanzar la voluntad de un galán bien dispuesto, de esos que se planchan las camisas y cocinan más allá de los domingos. Por si no tuviera poco Virtudes con la desvergüenza de la muchachada, un veinteañero, al que jamás había visto por la biblioteca, vino a interrumpirla, haciéndola perder el hilo de sus pensamientos profundos:

—Oye, ¿dónde están las revistas porno?

No le dio ninguna probabilidad de certeza, el cerebro de Virtudes, a aquella pregunta que le venía tan sin rodeos.

—¿Perdón?

—Sí, que dónde las colocáis. En qué armario. Porque no las veo por ninguna parte. Las revistas porno.

Al parecer, Virtudes había escuchado perfectamente la primera vez. No sopesó si es que la estaban vacilando. Arrugó la frente y, revestida de toda la autoridad que le confería su humilde cargo, embistió contra el jumento, de abrigo y cabello desperdigados, que, delante de ella, osaba profanar con blasfemias su sagrada biblioteca.

—Mire caballero. Si no encuentra esas revistas indecentes que usted dice buscar, es porque aquí no tienen cabida tal tipo de publicaciones. No sé si me he explicado lo suficiente, y usted me ha comprendido.

El joven se espulgó la cabellera con desgana.

—Te he entendido, no soy imbécil. Pero a ver si eres tú capaz de entenderme a mí. ¿No es esto una biblioteca? ¿Y no se supone que aquí tenéis toda clase de... de páginas para mirar y leer?

—Libros, se llaman.

—Sí, ya sé, ya te he dicho que no soy tonto. Es que no me quieres entender... No todo son libros en la vida, lo que nos gusta mirar a la gente. Al menos ahí, en esas estanterías, tenéis periódicos y revistas de todas clases. ¿Y las porno? ¿Dónde guardáis las revistas porno? ¿O es que las tenéis bajo llave, para que no las pillen los niños? Menudos cabrones son los niños, ¿eh?

Virtudes o no quiso o no supo apreciar el punto de vista de su interlocutor. Desde su privilegiada posición de intelectual le endilgó un argumento desabrido contra la pornografía, tan deplorable, pues, según dijo literalmente, «en ese tipo de publicaciones indecorosas se nos relega a las mujeres al papel de mero objeto sexual».

—Eso será según tu punto de vista. También hay porno para maricones, ¿no? Además, no soporto que ni tú ni nadie me eche el sermón... Me recuerdas a una profesora que tuve en el colegio, que nos quitaba las revistas guarras. Tanta charla, tanta charla que nos daba, y luego la muy puta se las quedaba. Nunca nos las devolvía, la cabrona. Seguro que tú también...

—¡Mire, ya basta! —le cortó de raíz la conversación Virtudes, alzando la voz— ¡No pienso consentirle ni una impertinencia más! ¡Lo que ve en las estanterías, es lo que hay!

Todo el mundo se quedó mirando a aquella pareja que, a voz en alto, parecía discutir. Nunca antes se había visto a la bibliotecaria tan fuera de sí.

—Vale, vale, ya me busco yo la vida... —dijo el joven desaliñado. Luego se perdió entre las estanterías de literatura extranjera.

Virtudes procuró recomponerse lo mejor que supo, luchando mentalmente para que la contrariedad no entorpeciera su tarea de ordenar libros. Durante un par de minutos se sintió observada. Pensó luego que qué tontería, aquella zozobra suya, y qué absurdo todo. Tanto cafre suelto por la biblioteca y por todas partes, como si un apocalipsis cultural le estuviera sobreviniendo al mundo...

Mientras colocaba los libros en su lugar, apretaba los dientes con rabia Virtudes, si encontraba un libro fuera de la posición que le correspondía en la estantería. Los manipulaba sin titubeos, con la decisión de una operadora que sacase y metiese clavijas, de una posición a otra, en una antigua centralita telefónica. Por el rabillo del ojo, no perdía de vista al insolente que acababa de sacarla de sus casillas. Lo vio escoger uno de los libros y luego meterse en el baño. Hasta el vómito le repelió la postal que le devolvió su mente especuladora: se lo imaginó con los pantalones bajados, sentado en la taza del váter, con el libro abierto apoyado en las rodillas, sacudiéndosela con la mano zurda. Estaba visto: aquella no estaba siendo su tarde más venturosa...

Por fin reapareció, al cabo de diez minutos largos, el joven en la sala de lectura. Llevaba el pelo aún más alborotado y la cara húmeda, como de habérsela refrescado en el lavabo. Dejó el libro en el mismo estante del que lo había tomado y, tras descender de planta por las escaleras, abandonó la biblioteca. Sólo entonces Virtudes expelió un profundo suspiro de alivio.

Sin poder evitar la curiosidad, empujó Virtudes su carrito hacia la estantería en que el joven acababa de dejar el libro. Sintió de nuevo que todo el mundo la estaba mirando. Con disimulo, persiguió algún indicio que le permitiera dar con aquel libro: Chaucer, Chesterton, Christie... Aparentemente todo estaba en perfecto orden, ningún ejemplar sobresalía más que otro en el estante. Tan contrariada como un currito al que se le acaba de escapar el bus de regreso a casa, se resignó a proseguir con su rutinaria tarea. Y a contemplar la lluvia cuando comenzó a arreciar, minutos más tarde, tras los ventanales...

Dos días después, la tarde del miércoles, el joven regresó a la biblioteca. En cuanto Virtudes lo vio entrar por la puerta principal finiquitó la conversación susurrada que se traía, en el mostrador de recepción, con su compañera. Ascendió tras el joven al piso superior. De nuevo lo vio tomar un libro, supuestamente el mismo que la vez anterior, de la misma estantería. Y otra vez el joven se encerró en el baño con el libro.

Virtudes esperó paciente a que saliera del baño, haciendo como que revisaba que todo estaba en orden en las estanterías. En su teatrillo andaba entretenida cuando una chica, de acento anglosajón, le hizo una consulta relacionada con su particular drama lorquiano:

—No creo que El Romancero gitano tenga mucho que ver con sus vecinos de Carabanchel, pero en fin... Busque en la sección de poesía española, por la letra ele, de Lorca.

—Vecinos míos mucho alegre y divertidos, pero también mucho ruido ellos. ¡Oh, my God, yo no poder estudiar en día ni dormir en noches!

La conversación con aquella joven distrajo a Virtudes, y cuando se quiso dar cuenta ya el joven desgreñado abandonaba la biblioteca. Al hecho no le dio Virtudes ni la menor importancia, al menos esa segunda vez. Pero cuando dos días más tarde, el viernes, se lo encontró, para sorpresa suya, rebuscando, por tercera vez, en el mismo estante de las anteriores tardes, se juró a sí misma que no iba a dejar pasar la oportunidad de descubrir, de una vez por todas, el libro que, cada tarde, venía a buscar.

En esta ocasión el joven acarreaba a sus espaldas una voluminosa mochila, como preparada para un largo viaje. Igual que las otras tardes, tomó el libro de la estantería. Se encaminaba ya, con toda probabilidad al baño, o quizá esta vez hacia la puerta de salida para escapar con el libro, cuando el sacro silencio de la biblioteca fue mancillado por la melodía de un teléfono móvil. Era el del joven. Dejó el libro sobre una mesa próxima y allí mismo, sin más, se puso a hablar por el aparato. Virtudes, en cuanto lo vio, se pertrechó de una gran dosis de cólera reprimida, y hacia él que fue:

—Perdone, caballero, pero en el interior de la biblioteca está terminantemente prohibido hablar por teléfono.

Sin dejar de hablar, el muchachote ofreció a Virtudes un rictus de desconsideración. Ante el apremio de la bibliotecaria para que guardara silencio, no le cupo más remedio que abandonar la biblioteca. A Virtudes no le había pasado desapercibido el libro que, allí varado, en una esquina de la mesa, la estaba esperando. Lo cogió sin disimulo. Lo primero que hizo fue leer el título y el autor: Las noches nada sentimentales de Alice Brown, de un tal F. K. Charlton. Luego abrió el libro, por una de sus páginas al azar, y leyó:

«Todas las noches de verano, la señorita Alice Brown encendía la luz de su habitación, desconsiderando la actitud hostil de los abundantes mosquitos que, durante el verano, merodeaban por aquella zona del pueblo, tan próxima al pantanal. Se iba quitando, a continuación, todas sus prendas, una a una, despaciosamente frente a la ventana. Hasta quedarse tan desnuda como la luna llena. Lo hacía con la esperanza de que el reverendo Peter Smith la estuviese contemplando a través de su telescopio. Era incapaz de reprimir su actitud exhibicionista, devota por otra parte, pues su única intención era la de ofrendar su parte más íntima al representante de Dios en la Tierra, y, por ende, a Dios mismo. Tenía la fiel convicción, la señorita Brown, de que el reverendo Smith la espiaba cada noche desde la torre de la iglesia. Más de una vez les había mostrado, a ella y a las demás señoras del círculo de lectura de la Biblia, el fálico aparato con el que, según decía, observaba las estrellas y galaxias, sólo para darse el gusto de corroborar la existencia de Dios. Pero Alice Brown sospechaba que eran otras las aficiones del reverendo Smith, que las únicas constelaciones que de verdad le interesaban eran otras más bien secretas, de forma triangular, oscura y aterciopelada. Como la que a ella le gustaba acariciarse, bien abiertas las piernas, delante de la ventana, para que el reverendo percibiese, a través de la lente de su telescopio, un firmamento tal vez menos celeste, pero mucho más jugoso y benévolo. Por fuerza, a Dios le debía complacer aquel gesto irreprimible y generoso que, para con el reverendo Peter Smith, tenía la señorita Brown...».

Virtudes cerró el libro, tan de golpe, como de súbito le invadió un calor indiscreto por las mejillas y orejas. Miró a su alrededor con alivio: nadie la observaba, y, por tanto, estaba a salvo de que hubieran advertido su sonrojo. Ocultó el libro debajo de los otros ejemplares, los que apilaba en su carrito, justo cuando el joven reaparecía en la amplia estancia de lectura. Escogió uno de aquellos ejemplares amontonados y, tras sus páginas abiertas, se parapetó para espiar al joven. En balde, éste buscaba con inquietud la novela de F. K. Charlton.

—Oye, ¿no habrás visto un libro por aquí? —terminó preguntando el veinteañero a Virtudes.

—Aquí hay miles de libros: esto es una biblioteca —respondió secamente Virtudes.

El joven la miró con desprecio.

—Me refiero a uno que he dejado hace un momento en esa mesa.

—No, yo no lo he visto.

El joven volvió a escudriñar su espacio inmediato. Contrariado, dio media vuelta y, con su mochila a cuestas, se marchó por donde había venido. Nunca más se le vio aparecer por la biblioteca. Tal vez, se fue de viaje a otra cuidad, país o planeta. O incluso no tan lejos, a la caza de algún cuerpo resplandeciente y terrenal, como el que cada noche perseguía el reverendo Smith a través de su telescopio.

Tampoco regresó ya más a su estantería el ejemplar de Las noches nada sentimentales de Alice Brown. Una pena que se perdió, pues era el único con el que contaban los fondos de la biblioteca...

Sí volvió por allí, con unas grandes ojeras, la chica de acento anglosajón que había tomado prestado el Romancero gitano, para devolverlo. Tampoco faltaron, de vez en cuando, los adolescentes inquietos que, tras sus clases en el instituto, se acercaban para hojear tebeos japoneses de tono calenturiento.

Y, por supuesto, también Virtudes siguió acudiendo, puntual y sin falta, a su puesto de bibliotecaria. Sus compañeros de trabajo advirtieron en ella cierto cambio de actitud: parecía más simpática y relajada. Ya apenas se sulfuraba por nada, ni llamaba la atención a nadie, si andaba alborotando. Eso sí, se mostraba tan interesada por los libros como de costumbre. Aunque ella jamás les comentó nada acerca de sus nuevos gustos literarios, ese tipo de novelas, nada sentimentales, que cuentan historias sobre telescopios enhiestos y cuerpos no tan celestes...

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