Un poeta del Pan Bendito

Hombre, frente a un televisor marca Telefunken, al abrigo de una cueva
"El hombre de Telefunken", foto por Isidro Cea
Arrastró el televisor hasta la baranda del balcón y lo precipitó al vacío, desde un primer piso, apenas dos metros con noventa centímetros de caída libre, más que suficientes. Fue, tal vez hasta la fecha, el único gesto heroico de su vida. Se acababa de dar cuenta, a media noche, de que aquel aparato le vigilaba, mientras consumía su vómito continuo de imágenes en movimiento. Y de paso, le tenía atrapado el intelecto desde hacía años. A él, todo un poeta en estado de hibernación, quien allá por su juventud labró una docena de excelentes versos que encomió, en el instituto, incluso el hosco profesor de lengua y literatura... Sin saber cómo, poco a poco fue malgastando los mejores años de su vida frente a la tele, mientras el cómodo sofá lo iba succionando cada vez más. Todo fue a peor años más tarde, cuando sustituyó el sofá vencido por una amplia chaise longe de fundas lavables. Con paciencia de tarántula, entre la chaise longe y el televisor fueron tejiendo un plan para atocinarle los sentidos. Y bien que consiguieron engañarle...

"Emosido engañado", era la máxima de moda. Todo el mundo se dejaba timar en los últimos tiempos. Por ejemplo, los pensionistas que escarbaban entre los vertederos de los bonos basura, conducidos, con obstinación de paralíticos, por el afán de rentabilizar al máximo sus ahorros. Aprendieron, demasiado tarde ya para sus vidas terminales, que sólo las ratas logran pescar algo de valor entre las inmundicias. También estaba siendo engañada toda esa legión de ciudadanos mansos que, con su voto fiel, inamovible hasta la náusea, mantenían por decenios a toda una ralea de ladrones de guante blanco u oscuro, bien acomodados en sus poltronas del Congreso de los Diputados. Incluso un pensador maoísta de lo más ortodoxo resultó también engañado. Terminó deshojando, como a una margarita, su libro rojo en tapa dura, cuando descubrió que los imprimían como churros en las maquilas de la editorial que concedía los premios Planeta.

Si hasta a los marxistas más adiestrados les tomaban el pelo, ¿cómo no se la iban a pegar al hombre corriente que nos ocupa, un ciudadano tan alejado ya de los versos de su juventud como de las letras en general? Apenas leía otra cosa nuestro hombre que no fueran las descripciones pormenorizadas de las ofertas, en los catálogos del Carrefour y del Media Markt. Sabía leerlas entre líneas, eso sí, buscando el mejor chollo, como aquél de la chaise longue. Por extraño que parezca, y mira que le bombardeaban con toda clase de televisores de última gama, nunca se decidió a renovar el suyo, un Telefunken PAL color que había heredado de su abuela. Aquella indecisión resultó fatal para un señor de Astorga...

Porque, con toda probabilidad, el señor de Astorga que pasaba por debajo de su balcón, en el preciso momento en que arrojó la tele, hubiera salido más o menos indemne si tan sólo le hubiera caído encima uno de esos ligerísimos y modernos aparatos digitales de pantalla extraplana, de plasma, que prometía el Media Markt. Para su desgracia, le tuvo que golpear en la chilostra un contundente cachivache analógico con tubo de rayos catódicos. Qué andaba haciendo un astorgano a aquellas horas, tan intempestivas, por unas calles tan ajenas a él, las del popular barrio de Pan Bendito, de Madrid, es una conjetura que trajo sin dormir, durante varios días, a todo periodista acreditado que se considerase como tal, es decir, con máster en comunicación audiovisual por la Universidad Rey Juan Carlos, también de Madrid.

Según se chismorreó por toda esquina y canal de televisión, por lo visto el astorgano era un sacerdote que se había acercado hasta la capital -a la vuelta de la esquina- para cumplimentar una visita, extraoficial, a la principal de sus amantes secretas, domiciliada y residente en el mencionado barrio del Pan Bendito. Todo un escándalo para el obispo de Astorga y sus fieles beatas, y un enorme regocijo para la maledicencia roja y anticlerical.

Tras el cascotazo en la cabeza, nadie acudió a rescatar al sacerdote moribundo. Allí quedó dilapidado como un santo mártir de los primeros tiempos, una muerte trágica y absurda sobre el pavimento hidráulico del Pan Bendito. Algún vecino que lo vio tendido, a tan altas horas de la noche, lo confundió con un borracho orinado. A tan solo cuatro manzanas de distancia, su pobre y desdichada amante agonizaba también, pero de amor no correspondido. Esperó despierta al cura de sus amores toda la noche, en vano, porque éste no acudió a la cita convenida, ni atendió a la veintena de llamadas perdidas que, por no gastar, le dio al móvil. Si el padre no le devolvió ninguna llamada fue porque se encontraba ya frente a Dios, improvisando alguna explicación que justificase su comportamiento relajado. En sintiéndose despechada, la amante se arrojó al vacío con las primeras luces del alba, cayendo de manera semejante al televisor que aplastó al padre, es decir, a 9'8 metros por segundo al cuadrado, pero desde un octavo piso. "La paya del octavo sa'matao", comentaron, sin aditamentos formales, sus vecinos, cuando a primera hora la descubrieron con el cráneo abierto, entre los cuatro jaramagos que poblaban el descampado que tenía el bloque por jardín. Demasiado trabajo para los servicios funerarios municipales, dos cadáveres machucados por el precio de uno, y a la misma hora, y en el mismo barrio del Pan Bendito, ¡menudo chollo!... El camión de recogida de trastos viejos del Ayuntamiento se encargó de retirar el televisor vintage que aplastó al padre, mientras que los gorriones, por su parte, dieron cuenta de las mantecadas de Astorga que éste traía de regalo para su amante, que era muy golosa, incluso más allá de la cama. Habían quedado desparramadas, las mantecadas, sobre la misma acera en que el padre expiró. Ninguno de los periodistas homologados que cubrieron la noticia supo apreciar el detalle, nimio y romántico, de las mantecadas sobre la acera...

Al protagonista de esta historia le detuvo la policía, por arrojar objetos contundentes a través del balcón sin previo aviso. Su abogado de oficio, también con máster en la Rey Juan Carlos, alegó ante el juez la enajenación mental transitoria del acusado, consecuencia del trauma mental provocado por tanta indigestión de telebasura. Aún fue más allá el letrado, y, arguyendo los graves perjuicios emocionales que había sufrido su defendido, interpuso una demanda contra los principales canales de televisión. Que por otra parte, no eran más de una veintena, los pocos que podía sintonizar un obsoleto Telefunken, y sólo gracias al receptor TDT que, nuestro protagonista, incorporó tras verlo anunciado en un folleto del Carrefour, junto a las mejores ofertas de primavera.

Se abrió un gran debate, por supuesto que en un programa televisivo de máxima audiencia, sobre si la televisión podía provocar efectos secundarios en los telespectadores de espíritu débil. Los televidentes votaron en masa que sí, que por supuesto la televisión podía dejar secuelas irreversibles en la salud mental de los teleadictos, pero casi ninguno se dio por aludido. De nuevo alguien estaba siendo engañado, pero no se daba cuenta...

Pese a la opinión generalizada del pueblo llano y las encuestas televisivas, los jueces, que estaban a otra cosa, absolvieron a los canales de televisión. No corrió la misma suerte el dueño del voluminoso televisor retro. Por lo visto, la alta exposición ante los rayos catódicos le había dejado muy perjudicado el cerebro. Por el bien de los pobladores del planeta, fue recluido en una clínica psiquiátrica del extrarradio, subvencionada por la Seguridad Social. Como allí la tele es de pago, nuestro hombre ha rescatado el vicio juvenil de escribir poemas, los más, sobre amores desesperados y no correspondidos, en los que abundan los suicidas románticos. Y ahí sigue el poeta a resguardo de la bazofia televisiva, componiendo con desafuero, en su reclusión forzada, poemas de verso libre...

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