Vermú rojo

Viaducto de la calle Bailén, en Madrid
Foto por Sagrario Gallego
Por aquello de disimular mi cojera y eludir la melancolía que me produce el exceso de alcohol, me dio por caminar a lo largo del bordillo, a la manera en que lo hacen los niños cuando se aburren: un pie por encima de la acera, y el otro a ras de la calzada. Atravesaba de este modo el viaducto de la calle Bailén, indiferente al tráfico voraz y a la curiosidad de los viandantes; más indolente aún a las intenciones de los aspirantes a suicidas que, con la excusa del atardecer, tonteaban con la posibilidad de arrojarse al vacío. Hacia la mitad del viaducto me sorprendió ver acercarse una mujer en sentido contrario, por el mismo bordillo y de la misma forma en que yo caminaba. «¡Qué rara es la gente!», me dio por pensar. No tardamos en llegar al punto de encuentro, aquella mujer y yo. Los dos allí, el uno frente a la otra, como dos entes perplejos y contrapeados, nos miramos sin saber qué hacer...

—Permiso —dije educadamente.

Excusez-moi, pero no hablo francés —se disculpó ella.

El vestido beis claro de la mujer, con motivos oscuros y falda amplia, dejaba ver sus hombros desnudos. Le insistí en que quería pasar al otro lado, pero me dio largas de nuevo, con la misma estúpida excusa de que no hablaba francés. Puede que yo estuviera algo bebido, pero estaba claro que su cabeza tampoco parecía regir del todo bien.

—¿Le importaría subir un momento a la acera, para que pueda continuar mi camino? Lo haría yo, con gusto, pero...

Dudé si comentarle el tema de mi cojera. Al final no lo hice: no me gusta que se compadezcan de mí. Ella insistió en hacerse la desentendida.

Je ne parle pas français.

—¿Es usted francesa?

—¡Por supuesto que no! —me respondió airada.

Tanteé rápidamente la situación, e improvisé un cambio de estrategia.

—Mire: a su espalda, en la esquina, justo antes de comenzar el viaducto, según usted venía, hay un bar en el que ponen muy buenos vermús. Igual desea acompañarme...

La mujer giró la cabeza hacia atrás. Sus cabellos, rojos como el vermú rojo, recogidos en una especie de moño informal, me concedieron la sensualidad de su cogote pálido.

—Acabo de pasar por ahí, y no me he fijado. ¿En el bar de la esquina, dice?

—¡Ahí mismo! Un vermú rojo excelente, ¡bien frío!, con su cáscara de naranja y todo.

—¡Ay, me encanta el vermouth! —suspiró la mujer—. Si usted tuviera la cortesía de invitarme... es que he salido de casa sin dinero.

—Lo siento, je ne parle pas français.

Donde las dan las toman: ahora era yo el que se hacía el desentendido. La mujer me miró fijamente. Su ceño, más que rabia, revelaba una pesadumbre que me resultó incómoda.

—¡Estoy tan harta!... ¿Por qué siempre tiene que ser una la que, en todo, ha de ceder? ¡Está bien!: supongo que usted no tiene la culpa de mis desgracias. Ande, pase...

La mujer subió a la acera, para cederme el paso. Su cojera, aún más evidente que la mía, me sobrecogió: le confería las maneras de un animalillo herido y asustado. Al ver sus torpes movimientos me sentí culpable, como si la estuviera espiando desnuda y me hubiera sorprendido...

No obstante, aproveché para continuar por mi camino. En cuanto avancé dos pasos, ella volvió a bajar un pie del bordillo a la calzada y prosiguió con el suyo. Me volteé arrepentido:

—¡De acuerdo!: si aún le apetece ese vermú, yo la invito.

Apenas giró la cabeza para, a su manera, despedirse:

Excusez-moi: je ne parle pas français.

Contemplé por última vez su cogote de irreductible palidez, inalcanzable ya, alumbrado apenas por los focos de los vehículos que atravesaban el atardecer, y por alguna pánfila farola. No tardé en llegar al otro extremo del viaducto. Pasé de largo por el bar de la esquina. Siempre lo paso de largo, por más que me apetezca beber: desde aquella tarde, no he vuelto a probar el vermú...

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