Tonino o el minino
¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.
Gustavo Adolfo Bécker
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Los años iban pasando igual que pasaban de largo los hombres por mi calle. Yo los acechaba desde el balcón de mi piso en Lavapiés, mal disimulada entre la floresta de geranios, fucsias y plantas varias que me regaló mi madre. A través de la baranda, mi ánimo se desparramaba como una gitanilla desenraizada, colgando en picado hacia el hormigón hidráulico que conforma las aceras. Por primavera las flores acudían a mi balcón, sólo para regodearse de la yerma condición de mi vida sentimental.
Hasta que un día, hastiada de mis propias manías de solitaria y de la ausencia de caricias, decidí adoptar un gato. Me acerqué hasta una protectora de animales en la que, sin hacer demasiadas preguntas, me entregaron a uno de sus inquilinos recién llegados. Sólo tuve que firmar un documento en el que me comprometía a cuidar por siempre del animal. Cuando aquellas pupilas azules se clavaron en mí, fue amor a primera vista lo que sentí. Y desde entonces, hasta ahora...
—¿Cómo te voy a llamar? —le pregunté al gato—. ¡Melquiades! ¡Eso es!
Siempre me había parecido que Melquiades era un nombre apropiado para un gato. Tal vez un poco largo, pero soy de esas personas que caminan por la vida sin prisa: los atajos, sinceramente, me traen sin cuidado.
Como cualquier minino, Melquiades era un tanto rebelde. Sobre todo al principio... Traté de corregirle algunas de sus manías, como aquel vicio tan feo suyo de arañar el parqué. Aunque yo le reprendía blandito, él solía bufarme: no aceptaba que me entrometiera en su manera de ser. En otras ocasiones le daba por maullar como un enloquecido, atormentado por el rastro provocativo de las gatas en celo del vecindario. Bien entendía yo su necesidad enfermiza de encontrar pareja... Pero aquellos maullidos se me hacían insoportables, especialmente cuando, en su frenético desamparo, me desvelaba por las noches. Para colmo se hacía pipí por cada rincón de casa, y le daba por frotarse los genitales con cualquier objeto, e incluso contra mí.
Así que, siguiendo el lema vital de mi madre, decidí cortar por lo sano. Acompañé a Melquiades al veterinario por primera vez, para que le quitara de raíz esas ansias sentimentales que tanto enturbiaban nuestra convivencia. Fue una intervención rápida y sencilla. Después, el veterinario me recomendó un pienso especial para gatos esterilizados.
Melquiades se calmó, y yo con él. Se abandonaba por horas a mis caricias, y se dejaba apachurrar como un peluche manso y tierno. Nuestra relación reverdeció con el ímpetu de las flores en primavera. Por contra, las gitanillas y fucsias debieron sentir celos del gato, pues, como yo apenas sentía ya la necesidad de salir al balcón, sin mis cuidados quedaron desamparadas y a su suerte...
Mi madre seguía haciéndonos alguna visita de vez en cuando. No acababa de llevarse bien con Melquiades. Le reprochaba cierto desaliño respecto a mi aspecto, y el hecho de que yo hubiera descuidado a los geranios hiedra, cuyos tallos caían ahora por la baranda del balcón sin gracia alguna. En lo uno y en lo otro mi madre tenía razón. Nos habíamos despreocupado tanto por nuestra apariencia, Melquiades y yo, que empezábamos a acumular unos cuantos kilos de más.
El veterinario volvió a insistirme en el pienso especial para gatos esterilizados. Por mi parte, acudí a la biblioteca municipal a la caza de una quimera, la de hallar, en algún libro, una dieta milagrosa que no implicase grandes sacrificios. Hojeaba un tomo de considerables dimensiones, cuando percibí una mirada acechándome, mal disimuladamente, tras la hilera de libros que reposaban en un estante. Sorprendí, por segunda vez en mi vida, a un juego de pupilas azules clavadas en mí. Y otra vez me enamoré de ellas a primera vista. Esta vez, el propietario de la la mirada cautivadora era un hombretón maduro y algo rellenito, de aspecto intelectual y reposado.
—¿Qué andas buscando? —me preguntó con voz susurrada.
—Nada en concreto —me dio vergüenza confesarle que buscaba información para adelgazar.
—¡Ah, algo sobre nutrición! —me pilló in fraganti, al advertir el tomo que traía en la mano—. Yo ya he pasado por miles de dietas sin éxito. Ya me ves.
Salimos a la calle, para no empañar el silencio de la biblioteca. Me dijo que se llamaba Tonino. Poco tardamos en intercambiar nuestros números de teléfono. El tema de la dieta fue la excusa perfecta para concertar una cena, aquella misma semana, en un restaurante vegetariano.
Los minutos se nos hicieron tan frugales como la propia comida que nos sirvieron. Tras abandonar el restaurante Tonino se lamentó, por no poderme ofrecer su casa para seguir conversando: aún vivía con sus padres. Tuve el atrevimiento de decirle que viniera a la mía:
—Mi madre se presenta de improviso en casa cuando le viene en gana, pero jamás a estas horas de la noche.
Nada más entrar en casa, advertí a Tonino que se quitara los zapatos, no me fuera a ensuciar el parqué. Melquiades nos recibió con curiosidad.
—Miaaau.
—¡Vaya! ¿Tienes un gato?
Alcé a Melquiades para hacer las presentaciones:
—Cosita mía, éste es Tonino. Tonino, te presento a Melquiades.
—¡Vaya, tengo alergia al pelo de gato!
Nerviosa, y sin más preámbulos, conduje a Tonino hasta el dormitorio. Cerré la puerta para que no pasara dentro Melquiades.
Desprendí a mi amante de su envoltorio, ansiosa por descubrir un regalo que ya empezaba a dar por extraviado. Aquel torso desnudo era peludo y suave; el regalo entero, tras desenvolverlo por completo, se me antojó como un peluche enorme de tómbola. Me sentí afortunada, pues por fin, aquella noche, me había tocado el primer premio en la verbena.
Desde detrás de la puerta Melquiades no dejaba de maullar, mientras nosotros consumábamos un amor de principiantes, entre estornudos de Tonino. Yo maullé y maullé desde la cima de mi gran peluche de feria. Cuando terminamos de gozar lo encontré exhausto, falto de aire, con los ojos húmedos e hinchados, exorbitantes como los de un muñeco.
—¿Qué te pasa Tonino? Estás llorando.
—Es la alergia. Ya te dije; me estoy poniendo malísimo.
Tonino fue al baño a refrescarse la cara; Melquiades aprovechó la puerta abierta para entrar en el dormitorio. Clavó fijamente sus pupilas azules en mí, como si fuera a reprocharme algo. Pero sólo dijo «miaaau». Lo subí sobre la cama y fui en busca de mi hombretón. Estaba orinando.
—¿Qué tal estás?
—Vamos a tener que ir a urgencias, a que me enchufen algo, porque me estoy poniendo fatal.
—Ten más cuidado al hacer pis.
—¿Qué?
—No, nada.
Tonino tenía mala puntería y me estaba poniendo el baño perdido. Muy mala puntería. Y ni siquiera había subido la tapa del inodoro.
Nos vestimos precipitadamente y cogimos un taxi hacia el hospital. Esbozamos a la enfermera de urgencias la situación general de los acontecimientos últimos. En seguida atendieron a mi peluche, y le pusieron un inyectable en vena. Mientras el Urbason le hacía efecto, apoyado en mi costado, pasé mis dedos regordetes entre su cabello, como acostumbro a hacer con Melquiades. Tonino me miraba lastimeramente, sus dos pupilas azules clavadas en mí, como queriendo huir de las cárcavas de los desaforados ojos. Le devolví una mirada tierna, aunque sin poder quitarme de la cabeza la imagen del charco de orín que acababa de dejarme en el cuarto de baño. Yo sabía cómo cortar por lo sano y terminar con esa manía. Pero Tonino no era un gato. Sólo un enorme peluche de feria de ojos desorbitados...
Desde que nos conocimos, han transcurrido apenas un par de semanas. Estoy hecha un completo lío. No sé qué decisión tomar, ni a quién elegir: si al minino o al peluche, si a Melquiades o a Tonino. A todas luces no va a ser posible que me quede con los dos, y creo que voy a necesitar algo de tiempo para dilucidar la cuestión. Tal vez, mi madre, esté dispuesta a ayudarme... Sí, hablaré con ella. Aunque no se lleva bien con Melquiades, quizá me haga el favor de acogerlo y acepte que le haga compañía. Al menos por una temporada... Hasta que pueda yo valorar si Tonino merece la pena, conocer a fondo el montón de fastidiosas manías que parece apuntar. Y, sobre todo, si seré capaz de acabar con todas ellas...
Absolutamente escalofriante. Un relato estupendo.
ResponderEliminarSaludos,
Muchas gracias Juan. A ver si tengo un momento de calma y me doy una vuelta por Falsaria y leo alguna de tus reflexiones científicas y de la vida. Un saludo...
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