La cumbiamba

Pareja bailando salsa
Foto por Steve Smith
A pesar de ser un castellano recio, adusto, serio -de Castilla la Vieja, por más señas-, me desperté en mitad de la noche obsesionado con bailar la cumbiamba. Sobresaltado, de un respingo me arrojé de la cama al suelo. Acudí a la cocina sudoroso, inquieto como un yonki con síndrome de abstinencia. De un tirón me bebí tres vasos de agua, mas apenas aliviaron la sequedad de mi paladar terrizo. Desconocía por qué me había dado por ahí, ni tenía la más remota idea de en qué consistía la cumbiamba. Pero estaba empeñado en bailarla a toda costa.

Caí en la cuenta: quizá mis vecinos latinos, los del piso de abajo, podrían explicarme cómo se bailaba. Sin pasar por la ducha, me puse el pantalón de todos los días, una camisa simple, y una corbata sobria que mis dedos, torpes y aún dormidos, anudaron con dificultad. También escogí mi chaqueta más desenfadada, ésa que me otorga un aire de escritor lacónico y esquivo.

Bajé las escaleras. Sin atender a lo intempestivo de la hora, llamé a la puerta. Nadie acudió a abrirme. Insistí. Al tercer timbrazo, escuché el pegajoso caminar de unos pies descalzos. Justo cuando la puerta se abría me percaté del excesivo desenfado de mis chanclas.

-¿Usted me podría enseñar a bailar la cumbiamba? -pregunté de primeras.

Una mujer somnolienta me observó como a un aparecido en mitad de la noche. Abrazaba su batín para que no se le despendolara, y dejase al descubierto sus secretos más íntimos; pero por lo vaporoso del tejido se podían adivinar sus caderas anchas y todo lo demás.

-Claro que sí, vecino. Pase dentro, que ya le daré yo su cumbiambita.

Me agarró por la corbata, y me condujo hasta un dormitorio oscuro. Encendió una lamparilla de mesa de luz miserable, que en poco alteró la penumbra de la habitación.

-¿No tiene usted calor con tanta vestimenta, mi amor?

Lo cierto era que sí: ardía por dentro. Y tenía mucha sed.

-Ande, deje que le quite ese chaquetón apolillado: me recuerda usted a mi difunto abuelito.

Dejé hacer a sus manos expertas. Tras la chaqueta, y sin pedir permiso, me despojó también de la camisa, de los pantalones…

-Para bailar la cumbiamba, ¿es necesario que me desprenda de toda la ropa? -dije azorado.

Claaaaro, mijito! Usted no se preocupe tanto, y déjese llevar. La corbatita se la dejo puesta, por si no se porta bien y tengo que jalarle.

Cuando nada me quedó encima -excepto la corbata-, me arrojó de un empujón inesperado sobre su cama deshecha, y me ordenó que me tumbara. Se desprendió del batín, se echó a horcajadas sobre mí, y comenzó a menearse con espasmos concupiscentes.

-¿Es así como se baila la la cumbiamba? -pregunté extrañado.

-¡Qué desconfiado es usted, mi amor! ¡Relájese un poquitico!

-Pero es que… ¿así, sin música ni nada?

-¡Ay, qué fastidioso es usted!

Contrariada, mi vecina descabalgó de su montura -yo-. Sin abandonar el catre, atrapó a tientas un teléfono móvil que andaba perdido sobre la mesita de noche. Toqueteó un par de botones y comenzó a sonar una musiquilla de ritmo monótono y letra vulgar.

-Ahí tiene su cancioncita, mi amor, su cumbiamba. Ande; ahorita vamos a bailarla rico.

Volvió a cabalgarme, a cimbrearse sobre mí, ahora al ritmo machacón de la cumbiamba. Intenté acoplarme a su compás y al de la música.

-Así, mi amor, lo está haciendo muyyyy bien.

Para ser sincero, no se me estaba dando del todo mal la cumbiamba. Y eso que la bailaba por primera vez.

-¡Ay, papito, dele rico, dele rico, ay…!

Mi vecina se estremecía cada vez más; tanto, que me dio la sensación de que evolucionaba demasiado deprisa, que perdía el paso, en absoluta asincronía con el ritmo de la música.

-¿No estamos yendo demasiado acelerados? -le advertí.

Pareció molestarse con la sugerencia; se detuvo y me agarró con vehemencia por la corbata:

-¡No me sea pendejo! ¿Quién es aquí la profesora, usted o yo? ¡Cállese de una vez, y no me salga con más vainitas!

No me cupo más remedio que obedecer y dejarme llevar. Pero yo seguía teniendo la impresión de que no íbamos acompasados con el ritmo de la música. Nos meneábamos demasiado deprisa. Y cada vez más, y más, y más aprisa... Tanto, que sin darme cuenta empecé a sumergirme en la voluptuosidad vertiginosa y adictiva de la cumbiamba; el miembro de mi entrepierna, incauto y desprotegido, se precipitó en el interior de un abismo desconocido hasta entonces para mí.

-¡Así, mi amor, ahorita sí que lo está haciendo bien!

-Sí, vecina; siento un calor interesante.

Aquello me gustaba, me desenvolvía bien. Comenzaba a sentirme más seguro y despreocupado cuando el marido de mi vecina regresó a casa: nos sorprendió en pleno baile. Desde la puerta del dormitorio nos miró con cara de incrédulo, imagino que por lo inusual de la hora de mi visita. Más allá de la corbata, sentí un gran pudor al verme desnudo ante él . Le aclaré lo que había venido a buscar en su casa:

-Disculpe: su mujer estaba haciéndome el favor de enseñarme a bailar la cumbiamba… Yo se lo pedí.

El hombre se quedó pensativo un instante. Luego, curioso, preguntó a su esposa.

-¿Qué tal lo hace?

-Pues ni punto de comparación contigo, mi amor. Apenas al final se le paró un poquitico la cosa, y así no hay manera ni modo.

El marido se acercó hasta la cama, y me conminó:

-¡Quite, quite, apártese a un lado! ¡Baje de la cama, y siéntese en esa silla y fíjese bien! Que yo le voy a enseñar cómo se baila la cumbiamba...

En un visto y no visto, el vecino se despojó de sus ropas.

-Preste atención. Para empezar, la cumbiamba se baila con el varón en la posición, digámoslo así, "de encima"; y usted estaba colocado en la del revés, justo en la "de debajo".

-Pero su mujer me dijo... -me excusé.

-Pues como usted no sabía -se defendió la vecina-, yo me coloqué encima, por el hecho de así manejarlo mejor.

Mis vecinos empezaron a bailar al son de la cumbiamba. Aunque en mi modesta opinión, iban desacompasados con el ritmo de la música.

-¿Ve, ve cómo se hace? -me decía él, sin parar de bailar.

-Sí, ya intuyo -la luz era tenue-. Parece fácil.

Los dos se entregaron tanto al baile, que se olvidaron de mi presencia. Ni me dejaban probar. Tras unos minutos de pura observación, comencé a sentirme cansado, aburrido de tan sólo mirar, siempre los mismos movimientos espasmódicos y repetidos. Di la lección por aprendida y me disculpé.

-Bueno, yo ya me voy.

-¡Ay, que me vengo, ay! -dijo mi vecina.

-¿Ya se viene, mi amor? -preguntó el vecino sin dejar de menearse.

-No, el que me marcho soy yo -aclaré-. Me alcanzó otra vez el sueño. Además, ya creo que todo me ha quedado bien claro.

-¡Ah, se va usted! Pues hasta luego. Pero antes de irse, me va a permitir un consejito de hermano. Uno no más: si quiere bailar la cumbiamba, búsquese una mujer con quién hacerlo. Pues pa qué se lo voy a negar: cuando lo encontré en esta habitación, desnudo sobre mi cama, bailando con mi esposa, me llevé una opinión equivocada de usted. Así que cada cual con su mujercita, que es lo mejor para no dar lugar a confusiones. Además, con la propia, uno se compenetra mejor. ¿Usted me entiende? Ya ve qué bien nos manejamos entre mi esposa y yo...

Recogí del suelo mis ropas y fui vistiéndome, mientras los otros dos proseguían con el baile. Algo desanimado, bajé a la calle. Por alargar el recorrido hasta casa, cogí un búho repleto de noctámbulos alegres, que me brindó una vuelta por la ciudad dormida y una prórroga de melancolía...

Tumbado otra vez sobre la cama de mi dormitario, sin dejar de darle vueltas a lo vivido, sopesé la posibilidad de ensayar el baile con la almohada. La descarté de inmediato, pues sabía que mi vecino tenía razón: debía buscarme una mujer para practicar. Así, pensando en las caderas amplias de su esposa, me quedé dormido...

Cuando desperté, me pregunté si todo el asunto del baile había sido sólo un sueño. Pero lo cierto es que, desde aquella noche, no dejo de pensar en mi vecina. Mi obsesión por la cumbiamba ha devenido en una especie de afección tan pertinaz como febril, de la que intuyo no va a ser nada fácil restablecerme...

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