La anciana del supermercado
Barajaba los días de entre semana como si fueran naipes, para no coincidir en el supermercado con aquella viejita que tanto le sacaba de quicio. Como fuera que fuese, el azar se las recomponía siempre para atravesarla en su camino, tres de cada cuatro veces que acudía a por huevos o pan. No había manera de esquivar su presencia molesta, que saltaba a la vista por lo colorido de sus vestidos poblados de florecitas.
La mayor parte de las veces, cuando llegaba el momento de pagar, la anciana se las apañaba para adelantársele en la fila. Era un reguero humano e interminable el que iba dejando en pos de ella, una estela agitada de clientes tan desesperados como él. Todo el mundo maldecía y se preguntaba por qué allí sólo atendía una cajera que, indolente a los suspiros que emergían de la larga hilera de penitentes, aclaraba con parsimonia las dudas existenciales de la vieja acerca de los productos en oferta.
-¡Dios, no me lo puedo creer! -musitaban los más.
En ocasiones, la viejita lo sorprendía observándola estupefacto, y entonces le regalaba una sonrisa benévola que él recibía casi como una burla. Aunque fingida, no encontraba en su repertorio más respuesta que la de devolverle otra sonrisa, de bobo, hecho que le reconcomía y enojaba, consigo mismo, aún más.
Y como siempre sucedía igual, ya sabía él lo que le esperaba cada vez en el supermercado: el disfraz chillón de flores mimetizado en el panorama multicolor de los lineales, la cajera inmutable, los clientes clamando al cielo, la actitud pánfila de la vieja pidiendo un poco de comprensión... Todo sucedía según un recurrente pero inevitable guión de película repetida, en la que la protagonista era la anciana, y en la que a él sólo le correspondía una pequeña porción en un patético papel de actor secundario.
Una tarde cayó en la cuenta de que no había visto a la vieja en toda una semana: ni el primer día, ni el segundo, ni el tercero que bajó a comprar se topó con ella. Pensó que la anciana debía andar enferma, pero el caso es que ya jamás volvió a coincidir con ella. Desde entonces la fila y el tiempo corrieron tan ligeros, que el momento de la compra le pareció otro más de los hechos insustanciales de su vida. Inexplicablemente para él, en el supermercado ya nada era lo mismo sin el tumulto nervioso y encrespado que arremolinaba antes la vieja a su paso. No le cupo más remedio que reconocer que hasta la echaba de menos, a ella, a sus gestos amables... Y a todos esos vestidos suyos moteados de flores, tan inconfundibles y acordes con la espesura multicolor que conformaban las estanterías rebosantes de productos...
La mayor parte de las veces, cuando llegaba el momento de pagar, la anciana se las apañaba para adelantársele en la fila. Era un reguero humano e interminable el que iba dejando en pos de ella, una estela agitada de clientes tan desesperados como él. Todo el mundo maldecía y se preguntaba por qué allí sólo atendía una cajera que, indolente a los suspiros que emergían de la larga hilera de penitentes, aclaraba con parsimonia las dudas existenciales de la vieja acerca de los productos en oferta.
-¡Dios, no me lo puedo creer! -musitaban los más.
En ocasiones, la viejita lo sorprendía observándola estupefacto, y entonces le regalaba una sonrisa benévola que él recibía casi como una burla. Aunque fingida, no encontraba en su repertorio más respuesta que la de devolverle otra sonrisa, de bobo, hecho que le reconcomía y enojaba, consigo mismo, aún más.
Y como siempre sucedía igual, ya sabía él lo que le esperaba cada vez en el supermercado: el disfraz chillón de flores mimetizado en el panorama multicolor de los lineales, la cajera inmutable, los clientes clamando al cielo, la actitud pánfila de la vieja pidiendo un poco de comprensión... Todo sucedía según un recurrente pero inevitable guión de película repetida, en la que la protagonista era la anciana, y en la que a él sólo le correspondía una pequeña porción en un patético papel de actor secundario.
Una tarde cayó en la cuenta de que no había visto a la vieja en toda una semana: ni el primer día, ni el segundo, ni el tercero que bajó a comprar se topó con ella. Pensó que la anciana debía andar enferma, pero el caso es que ya jamás volvió a coincidir con ella. Desde entonces la fila y el tiempo corrieron tan ligeros, que el momento de la compra le pareció otro más de los hechos insustanciales de su vida. Inexplicablemente para él, en el supermercado ya nada era lo mismo sin el tumulto nervioso y encrespado que arremolinaba antes la vieja a su paso. No le cupo más remedio que reconocer que hasta la echaba de menos, a ella, a sus gestos amables... Y a todos esos vestidos suyos moteados de flores, tan inconfundibles y acordes con la espesura multicolor que conformaban las estanterías rebosantes de productos...
¡Qué relato agridulce! Me gusta que la vistas con estampados de flores, tan descoloridos y amables como ella.
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