Cuento chino
Hace ya mucho tiempo y en un lejano lugar, un hombre decidió cambiar radicalmente de vida. Bueno, en realidad, puede que el sujeto de esta historia fuese de aquí al lado, y que todo lo que le aconteció ocurriese ayer mismo. El tiempo y el lugar son lo de menos. Lo importante es lo que le acaeció a aquel hombre...
Pues sucedió que el tipo era así como medio corriente. Quizá no tan corriente; o puede que un poco sí. Más bien ustedes dirán. Y aunque se llamaba Paco, tampoco eso importa demasiado. Se ganaba sus habichuelas trabajando como cada hijo de vecino, en un banco de reconocida fama aunque de dudoso prestigio. Nuestro fulano se andaba con pocos remilgos respecto a la reputación de su empresa, porque bastante se le hacía a él con tener que trabajar de sol a sol, y de lunes a viernes. El pobre Paco se veía como un auténtico esclavo del banco, y ni todo el oro del mundo podía compensar la pérdida de su valioso tiempo.
Cuando no estaba trabajando, Paco procuraba disfrutar al máximo en todo tipo de actividades, en las que dilapidaba sus escasos momentos de ocio. Debía ser una manía suya de bancario, el empeño de obtener siempre la máxima rentabilidad al poco tiempo libre del que disponía. Entre semana apenas podía disfrutar de un par horas de gimnasio. Pero cuando llegaban los fines de semana, su actividad era frenética, inmerso en un sube y baja de ocupaciones de ida y vuelta: ahora me voy por allí, ahora vengo por allá; más tarde viajo por donde ahí, al cabo regreso por este lugar de acá. Intentaba rellenar todas las horas para no tener que pensar en sí mismo, y si en algún momento no encontraba un plan, se sentía como un pez fuera del agua al que le faltase el oxígeno. Era como un tiburón que necesitara nadar para poder respirar.
En los terrenos del amor y la amistad, también Paco iba de flor en flor, pues era incapaz de comprometerse con nadie. Para él las relaciones duraderas eran tan esclavas como el trabajo en el banco, ya que no le dejaban tiempo para sus asuntos. Estaba demasiado obsesionado con beberse hasta la última gota de sus días, como si se fuera a morir al día siguiente.
El día en que su vida tomó un rumbo distinto, Paco andaba en mitad de uno de sus intensos viajes, encaramado a una de las cumbres del Himalaya. Desde aquella atalaya descomunal, en las orillas del Tíbet, la inmensidad del paisaje le devolvió la imagen de su propia pequeñez. Se sintió vacío por dentro, y cayó en la cuenta de que, pese a su trajín vital, no terminaba de sentirse pleno. Allí mismo y en aquel momento decidió romper con toda su existencia anterior, incluso exponiéndose a perder su formidable empleo. Buscó un monasterio cercano que reuniera las mínimas comodidades, y se encerró en él a reflexionar, bajo la hospitalidad de unos monjes tibetanos.
El santón que regentaba aquel monasterio era un tipo huesudo, calvo y con grandes ojeras, como de no haber dormido en toda su vida. El hombre era algo más achinado y pálido que el resto de sus compañeros. Con ayuda de un diccionario de bolsillo, Paco le preguntó qué debía hacer para alcanzar la felicidad. Mediante señas y grandes dosis de paciencia, el monje le respondió que dejase la mente en blanco, y que buscase su propia respuesta en la meditación.
Durante meses, Paco dejó fluir el tiempo como nunca lo había hecho hasta entonces, enfrascándose en la meditación. Hasta que de pronto un día vio, con total y desgarradora clarividencia, que se estaba aburriendo. Se despidió de los monjes y tomó un avión de vuelta a casa.
Para cuando regresó, había perdido su trabajo en el banco. Como andaba sin blanca, debido a los gastos por tanto trasiego, no le cupo más remedio que buscarse un empleo de urgencia, para ir tirando, hasta que hallase algo mejor. Lo único que encontró, así a bote pronto, fue un puesto de pinche, en la cocina de un restaurante chino situado en un centro comercial. Si el trabajo en el banco le había robado todo su tiempo, el del restaurante, además, le dejaba rendido. Y encima por mucho menos de la mitad de sueldo. Los fines de semana siempre tenía que trabajar. Acababa tan cansado, y a horas tan intempestivas, que cuando llegaba a casa lo único que le apetecía era echarse en la cama, para descansar y soñar con tiempos mejores.
En el restaurante no hacía otra cosa más que limpiar cacharros, meterlos en el lavavajillas, barrer y fregar los suelos, y emplatar comida para los glotones clientes. El lugar, atestado de gente a todas horas, era uno de esos bufés libres en los que, por un precio moderado, uno puede comer hasta reventar. Casi todo pura fritanga y ensaladas para aderezar. Mientras retiraba la porquería de los platos, Paco observaba el ajetreo ansioso de la marabunta de comensales, que devoraba los platos rebosantes, como si aquella fuera la última comida de sus vidas.
El dueño del restaurante era el señor Liao, un chino de avanzada edad. A Paco no dejaba de chocarle que se le hacía igualito al superior de los monjes tibetanos, sólo que éste tenía pelo. El señor Liao supervisaba que todo estuviese dispuesto a su manera, y quizá por hacer honor a su nombre, andaba tan liado, que no faltaba a su puesto ninguno de los siete días de la semana. Aquel jefe tenía su peculiar sentido del humor y, cuando sentía a alguien quejarse por el excesivo trabajo, sonreía y respondía lo mismo: "Más tlabajo, más dinelo".
Una tarde en que el restaurante andaba algo tranquilo, Paco aprovechó para acercarse al señor Liao. Le habló de su viaje por tierras del Tíbet, y del tremendo parecido que le encontraba con el superior de los monjes tibetanos que allá conoció. "Pudiela sel mi helmano, aunque él no sel tibetano", respondió el jefe. Hubiera sido demasiada casualidad, aunque por lo visto un hermano del señor Liao había emigrado a la región tibetana, hacía ya muchos años, y desde entonces nadie había vuelto a saber de él. Durante la conversación fue surgiendo cierta complicidad entre el empleado y su jefe. Entonces Paco comentó algo sobre su vida, los asuntos que lo angustiaban, y la desazón que desde siempre le provocaba la falta de tiempo. Incluso se atrevió a preguntarle al señor Liao si era feliz, trabajando a todas horas.
-Un sabio consejo yo dal a ti -respondió el chino- ¿Tu vel lestaulante siemple lleno? La gente quelel comel mucho de todo. Pelo lo impoltante no es comel mucho, sino comel bueno. Alguna gente no sabel distiguil jamón malo de uno pata negla, y pol eso yo ganal dinelo. Así debelías tú hacel con tu tiempo: no buscal hacel muchas cosas, sino encontral las pocas cosas buenas que hacel pala sel feliz.
El jefe miró de soslayo a su empleado y, sin perder de vista a los comensales, apostilló con una sonrisa de hombre vivo:
-Ya tu vel: no tenel que viajal hasta Tíbet pala encontlal sabidulía...
Y después de estas palabras, el señor Liao le ordenó a Paco que se diese prisa, que había que reponer unas bandejas de croquetas...
Pues sucedió que el tipo era así como medio corriente. Quizá no tan corriente; o puede que un poco sí. Más bien ustedes dirán. Y aunque se llamaba Paco, tampoco eso importa demasiado. Se ganaba sus habichuelas trabajando como cada hijo de vecino, en un banco de reconocida fama aunque de dudoso prestigio. Nuestro fulano se andaba con pocos remilgos respecto a la reputación de su empresa, porque bastante se le hacía a él con tener que trabajar de sol a sol, y de lunes a viernes. El pobre Paco se veía como un auténtico esclavo del banco, y ni todo el oro del mundo podía compensar la pérdida de su valioso tiempo.
Cuando no estaba trabajando, Paco procuraba disfrutar al máximo en todo tipo de actividades, en las que dilapidaba sus escasos momentos de ocio. Debía ser una manía suya de bancario, el empeño de obtener siempre la máxima rentabilidad al poco tiempo libre del que disponía. Entre semana apenas podía disfrutar de un par horas de gimnasio. Pero cuando llegaban los fines de semana, su actividad era frenética, inmerso en un sube y baja de ocupaciones de ida y vuelta: ahora me voy por allí, ahora vengo por allá; más tarde viajo por donde ahí, al cabo regreso por este lugar de acá. Intentaba rellenar todas las horas para no tener que pensar en sí mismo, y si en algún momento no encontraba un plan, se sentía como un pez fuera del agua al que le faltase el oxígeno. Era como un tiburón que necesitara nadar para poder respirar.
En los terrenos del amor y la amistad, también Paco iba de flor en flor, pues era incapaz de comprometerse con nadie. Para él las relaciones duraderas eran tan esclavas como el trabajo en el banco, ya que no le dejaban tiempo para sus asuntos. Estaba demasiado obsesionado con beberse hasta la última gota de sus días, como si se fuera a morir al día siguiente.
El día en que su vida tomó un rumbo distinto, Paco andaba en mitad de uno de sus intensos viajes, encaramado a una de las cumbres del Himalaya. Desde aquella atalaya descomunal, en las orillas del Tíbet, la inmensidad del paisaje le devolvió la imagen de su propia pequeñez. Se sintió vacío por dentro, y cayó en la cuenta de que, pese a su trajín vital, no terminaba de sentirse pleno. Allí mismo y en aquel momento decidió romper con toda su existencia anterior, incluso exponiéndose a perder su formidable empleo. Buscó un monasterio cercano que reuniera las mínimas comodidades, y se encerró en él a reflexionar, bajo la hospitalidad de unos monjes tibetanos.
El santón que regentaba aquel monasterio era un tipo huesudo, calvo y con grandes ojeras, como de no haber dormido en toda su vida. El hombre era algo más achinado y pálido que el resto de sus compañeros. Con ayuda de un diccionario de bolsillo, Paco le preguntó qué debía hacer para alcanzar la felicidad. Mediante señas y grandes dosis de paciencia, el monje le respondió que dejase la mente en blanco, y que buscase su propia respuesta en la meditación.
Durante meses, Paco dejó fluir el tiempo como nunca lo había hecho hasta entonces, enfrascándose en la meditación. Hasta que de pronto un día vio, con total y desgarradora clarividencia, que se estaba aburriendo. Se despidió de los monjes y tomó un avión de vuelta a casa.
Para cuando regresó, había perdido su trabajo en el banco. Como andaba sin blanca, debido a los gastos por tanto trasiego, no le cupo más remedio que buscarse un empleo de urgencia, para ir tirando, hasta que hallase algo mejor. Lo único que encontró, así a bote pronto, fue un puesto de pinche, en la cocina de un restaurante chino situado en un centro comercial. Si el trabajo en el banco le había robado todo su tiempo, el del restaurante, además, le dejaba rendido. Y encima por mucho menos de la mitad de sueldo. Los fines de semana siempre tenía que trabajar. Acababa tan cansado, y a horas tan intempestivas, que cuando llegaba a casa lo único que le apetecía era echarse en la cama, para descansar y soñar con tiempos mejores.
En el restaurante no hacía otra cosa más que limpiar cacharros, meterlos en el lavavajillas, barrer y fregar los suelos, y emplatar comida para los glotones clientes. El lugar, atestado de gente a todas horas, era uno de esos bufés libres en los que, por un precio moderado, uno puede comer hasta reventar. Casi todo pura fritanga y ensaladas para aderezar. Mientras retiraba la porquería de los platos, Paco observaba el ajetreo ansioso de la marabunta de comensales, que devoraba los platos rebosantes, como si aquella fuera la última comida de sus vidas.
El dueño del restaurante era el señor Liao, un chino de avanzada edad. A Paco no dejaba de chocarle que se le hacía igualito al superior de los monjes tibetanos, sólo que éste tenía pelo. El señor Liao supervisaba que todo estuviese dispuesto a su manera, y quizá por hacer honor a su nombre, andaba tan liado, que no faltaba a su puesto ninguno de los siete días de la semana. Aquel jefe tenía su peculiar sentido del humor y, cuando sentía a alguien quejarse por el excesivo trabajo, sonreía y respondía lo mismo: "Más tlabajo, más dinelo".
Una tarde en que el restaurante andaba algo tranquilo, Paco aprovechó para acercarse al señor Liao. Le habló de su viaje por tierras del Tíbet, y del tremendo parecido que le encontraba con el superior de los monjes tibetanos que allá conoció. "Pudiela sel mi helmano, aunque él no sel tibetano", respondió el jefe. Hubiera sido demasiada casualidad, aunque por lo visto un hermano del señor Liao había emigrado a la región tibetana, hacía ya muchos años, y desde entonces nadie había vuelto a saber de él. Durante la conversación fue surgiendo cierta complicidad entre el empleado y su jefe. Entonces Paco comentó algo sobre su vida, los asuntos que lo angustiaban, y la desazón que desde siempre le provocaba la falta de tiempo. Incluso se atrevió a preguntarle al señor Liao si era feliz, trabajando a todas horas.
-Un sabio consejo yo dal a ti -respondió el chino- ¿Tu vel lestaulante siemple lleno? La gente quelel comel mucho de todo. Pelo lo impoltante no es comel mucho, sino comel bueno. Alguna gente no sabel distiguil jamón malo de uno pata negla, y pol eso yo ganal dinelo. Así debelías tú hacel con tu tiempo: no buscal hacel muchas cosas, sino encontral las pocas cosas buenas que hacel pala sel feliz.
El jefe miró de soslayo a su empleado y, sin perder de vista a los comensales, apostilló con una sonrisa de hombre vivo:
-Ya tu vel: no tenel que viajal hasta Tíbet pala encontlal sabidulía...
Y después de estas palabras, el señor Liao le ordenó a Paco que se diese prisa, que había que reponer unas bandejas de croquetas...
Te seguí, te sigo y como sigas así... te seguiré siguiendo ;)
ResponderEliminarEn pocas palabras: "el que mucho abarca..."
ResponderEliminarY fíjate que conozco yo a un montón de gente así, que no es capaz de parar quieta en casa más que lo justo. Es como si tuvieran miedo a perderse algo y terminan perdiéndose a sí mismos.
Salud y enhorabuena por tus relatos!
Creo que a muchos nos jode no aprovechar el tiempo. Un día caí en la cuenta de que quizá lo importante no era tanto el ocupar el tiempo, sino ocuparlo bien. Me gusta la parábola de los talentos que está en el Evangelio, y de alguna manera de ahí surgió mi reflexión. Supongo que es justo citar las fuentes de inspiración. Cuando juego al fútbol me lo paso de puta madre. Pero cuando escribo un buen relato me siento pleno...
ResponderEliminarMuy bueno el relato...y, sobre todo, lo que quieres transmitir. Es un tema que a mucha gente le da miedo entrar en él. El hecho de encontrarse consigo mismo..y no ver nada, a nadie. Muchas veces nos vemos a nosotros mismos, como en espejo, y somos incapaces de reconocernos. La gente no se detiene para adentrarse en uno mismo, de ahí,el querer utilizar todo el tiempo en hacer cosas..hacer, hacer, hacer...Les horroriza darse cuenta de que "están vacíos"... Gracias por mostrarnos el camino para empezar a llenar esos vacíos.... Yo también me siento plena cuando termino un relato...besitos
ResponderEliminarBueno Gloria, creo que nadie puede mostrarnos ningún camino. Recuerdo a Luistri, que siempre nos decía que no preguntásemos la dirección, sino que la buscásemos nosotros mismos. En la vida se trata un poco de lo mismo... Digo...
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