El becerro de oro
Julio llega a su fin y como siempre apuro hasta fin de mes para escribir mi entrada mensual. Este fue el mes en que España ganó el mundial de fútbol, por fin, casi no nos los podíamos creer. Todos enloquecimos de alegría. No quise perderme tal momento histórico que quién sabe si se vuelva a repetir en los días de mi vida. Como tantos otros, en una especie de orgía colectiva, me lancé a las calles de mi barrio, Usera. Aunque fuera simplemente como mero espectador, quise disfrutar del alboroto multirracial que celebraba la victoria de España.
Incluso al día siguiente me acerqué a ver desfilar en procesión a los héroes del mudial. Previamente entré en una tiendecita a comprar un poco de agua que me tuve que tomar caliente, pues los pobres chinos no daban a basto a reponer el género con tanta demanda, y el establecimiento parecía arrasado por la turba. Me entraron ganas de decirle al chaval de la caja "más tlabajo, más dinelo", pero preferí no pasarme de gracioso.
Y contemplé absorto a los héroes bajo los efluvios de un estado de paroximo mutuo, que sobre todo sentí al reconocer a Iniesta. Les saludé con el dedo de la victoria a lo Julio César y reflexioné profundamente sobre el hecho de que el día anterior los había visto en mi televisor mientras estaban en la otra parte del mundo, en Sudáfrica. Ahora el mundo sí que es un pañuelo...
Unos días más tarde unos amigos me dijeron que los héroes iban medio borrachos en el autobús y hasta echando escupitajos a alguno de los directivos de la federación de fútbol. Sólo entonces caí en la cuenta, yo igual de cándido que siempre, que el estado de paroximo de los jugadores más tenía que ver con los efluvios del alcohol que con los de la victoria, así que de pronto los héroes se me quedaron algo desmitificados.
Aparte de la victoria patria, claro, lo mejor de este mundial fue ver cómo esta vez ganaron los buenos y perdieron los malos, los del fútbol chusco, bronco y del autobús en la portería. Me sorprendió ver en la final a una Holanda tan rocosa y sucia. Antaño Cruiff y su naranaja mecánica nos enseñaron ese fútbol de toque que practicamos, y ahora su Holanda se dedica a romper juego y piernas. Paradojas que tiene el fútbol y la vida misma...
Pero como un amor que termina con el verano, el mundial y sus efluvios van quedando atrás. El día antes de la final imaginé a Casillas levantado la copa del mundo. La escena, luego hecha realidad, se me dibujó grandiosa en mi imaginación, y más después de haber visto a otros futbolistas míticos alzarla en mundiales pasados.
Apenas unos días más tarde la copa llegó a España. Me pareció casi un acto sacrílego el ver cómo el preciado trofeo acababa manoseado por todo el mundo.
Pensé en toda esta vaina de los héroes borrachos que tiran escupitajos, y en el preciado trofeo de oro manoseado, y me pregunté si no estaba ante un nuevo becerro de oro que estaba siendo adorado por todos nosotros. Ante la acusación de idólatra yo siempre busco mi absolución con la misma respuesta simplona: "es que a mí me gusta el fútbol". Y mi razón siempre me interroga: "¿no se te ocurre nada más inteligente que decir? ¡Ay, alma de cántaro...! Mira que adorar a unos héroes de cartón..."
Incluso al día siguiente me acerqué a ver desfilar en procesión a los héroes del mudial. Previamente entré en una tiendecita a comprar un poco de agua que me tuve que tomar caliente, pues los pobres chinos no daban a basto a reponer el género con tanta demanda, y el establecimiento parecía arrasado por la turba. Me entraron ganas de decirle al chaval de la caja "más tlabajo, más dinelo", pero preferí no pasarme de gracioso.
Y contemplé absorto a los héroes bajo los efluvios de un estado de paroximo mutuo, que sobre todo sentí al reconocer a Iniesta. Les saludé con el dedo de la victoria a lo Julio César y reflexioné profundamente sobre el hecho de que el día anterior los había visto en mi televisor mientras estaban en la otra parte del mundo, en Sudáfrica. Ahora el mundo sí que es un pañuelo...
Unos días más tarde unos amigos me dijeron que los héroes iban medio borrachos en el autobús y hasta echando escupitajos a alguno de los directivos de la federación de fútbol. Sólo entonces caí en la cuenta, yo igual de cándido que siempre, que el estado de paroximo de los jugadores más tenía que ver con los efluvios del alcohol que con los de la victoria, así que de pronto los héroes se me quedaron algo desmitificados.
Aparte de la victoria patria, claro, lo mejor de este mundial fue ver cómo esta vez ganaron los buenos y perdieron los malos, los del fútbol chusco, bronco y del autobús en la portería. Me sorprendió ver en la final a una Holanda tan rocosa y sucia. Antaño Cruiff y su naranaja mecánica nos enseñaron ese fútbol de toque que practicamos, y ahora su Holanda se dedica a romper juego y piernas. Paradojas que tiene el fútbol y la vida misma...
Pero como un amor que termina con el verano, el mundial y sus efluvios van quedando atrás. El día antes de la final imaginé a Casillas levantado la copa del mundo. La escena, luego hecha realidad, se me dibujó grandiosa en mi imaginación, y más después de haber visto a otros futbolistas míticos alzarla en mundiales pasados.
Apenas unos días más tarde la copa llegó a España. Me pareció casi un acto sacrílego el ver cómo el preciado trofeo acababa manoseado por todo el mundo.
Pensé en toda esta vaina de los héroes borrachos que tiran escupitajos, y en el preciado trofeo de oro manoseado, y me pregunté si no estaba ante un nuevo becerro de oro que estaba siendo adorado por todos nosotros. Ante la acusación de idólatra yo siempre busco mi absolución con la misma respuesta simplona: "es que a mí me gusta el fútbol". Y mi razón siempre me interroga: "¿no se te ocurre nada más inteligente que decir? ¡Ay, alma de cántaro...! Mira que adorar a unos héroes de cartón..."
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